Europa y Mahoma
Ricardo Forster
Europa
tiene miedo. Europa no sabe qué hacer, duda respecto a sus propias acciones
mientras a lo largo y ancho del mundo musulmán se acrecientan las protestas
contra lo que desde esas vastas geografías se considera una acción blasfema,
una de tantas que Occidente ha cometido y sigue cometiendo contra su religión
y, fundamentalmente, contra su figura más sagrada: el profeta Mahoma. Más que
los miles y miles de muertos en Irak, el mundo árabe se ve sacudido por algo
que de este lado del mundo nos resulta insólito: que por una causa tan banal
como una serie de caricaturas se ofenda profunda y esencialmente a toda una
cultura. Que literalmente tomen tan en serio una cuestión que cruza la
fugacidad propia de los medios de comunicación, que rápidamente suelen olvidar
lo que hasta hace un momento parecía fundamental, y la trama de los valores
religiosos que, por este lado del mundo, parecen algo reblandecidos.
Algunas voces,
como la del periódico Le Monde, no sólo defienden a rajatablas la libertad de prensa si no que, a su vez, doblan la apuesta y, como en su caso
a través de la ingeniosa pluma de su dibujante Plantu,
responden a la reacción islámica con una nueva caricatura que encierra todo
aquello por lo que las enfurecidas masas de Siria y del Líbano han quemado
algunas embajadas escandinavas. La mano de Plantu empuñando un lápiz cuya parte superior termina en la torre de una Mezquita
desde la que un clérigo musulmán empuña un telescopio con el que focaliza la
viñeta en la que se reproduce el rostro del Profeta construido con la
repetición de la frase “no debo dibujar a Mahoma” constituye, ella sola, un
gesto de feroz ironía provocadora. No sólo se reproduce la imagen prohibida del
Profeta, sino que se la encierra en el gesto soberbio de la escritura que
parece querer tomarles el pelo a todos aquellos que se rebelan contra la
libertad de expresión.
En cambio, desde
la otra vereda, France Soir decidió el despido de su presidente y director, Jacques Lefranc,
en nombre de lo que el dueño del periódico, el franco-egipcio Raymond Lakah, consideró un acto
inexcusable de ofensa a la comunidad islámica de Francia y del mundo. “Con la
destitución del señor Lefranc –dijo Lakah- hemos querido mandar una señal contundente en
defensa del respeto a las creencias y convicciones íntimas de cada individuo”.
Mientras eso decía el dueño, el grueso de los periodistas de France Soir permanecían en estado asambleario, entre rabiosos por
el despido y confundidos por no tener demasiado claro qué es lo que se debe
hacer. Incluso en la edición del jueves 2 de febrero titularon
incendiariamente: “Socorro, Voltaire. Se han vuelto
locos”, escrito sobre la imagen de unos musulmanes que prendían fuego a la
bandera de Dinamarca.
Ese título
encierra, sin dudas, el núcleo de una profunda incomprensión, aquella que nace
de invisibilizar al otro, de desconocerlo en su
especificidad, creyendo que aquello que para mí es algo insignificante, un
gesto menor, casi una broma insulsa, no resulta, para el otro, una brutal
agresión, una ofensa que atraviesa sentimientos muy hondos y arraigados. Esto
no significa, por supuesto, que los sectores integristas del mundo islámico no
estén aprovechando a manos llenas el obsequio que les acaba de hacer la prensa
europea. Los que pierden, irremediablemente, son los moderados, los defensores
del encuentro y no del choque de civilizaciones. La derecha xenófoba, que
habita en Europa y que se despliega con viento a favor, especialmente después
de las rebeliones de jóvenes musulmanes que incendiaron miles de automóviles en
un buen número de ciudades francesas, aprovecha, como siempre, para, haciendo
eje en los “valores de Occidente”, en particular el más sagrado de todos: la
libertad de expresión (libertad que en general esas mismas derechas xenófobas
han pisoteado allí donde ejercieron el poder), repetir una y otra vez aquella
frase de Le Pen: “No tenemos nada contra la cultura
musulmana, pero que la ejerzan en sus países”.
Y la izquierda,
cierta izquierda que suele acompañar cualquier protesta que ataque al eje
norteamericano-israelí, se sube, con una ceguera suicida, a un movimiento que
en los países árabes es claramente movilizado por los sectores integristas.
Criticar la decisión del diario danés Jyllands Posten no puede significar volcarse de lleno al
apoyo de acciones que encierran una brutal dosis de intolerancia y violencia,
de una intolerancia y violencia que, de ser poder global, no dudaría en
exterminar cualquier disidencia, empezando con aquella que proviene de la
tradición secular de la propia izquierda. Tal vez el peligro de lo que está
sucediendo hoy en Europa, y que ya se evidenció el año pasado en Inglaterra y
Francia, aunque en circunstancias diferentes, es que se ha ensanchado la
distancia entre las comunidades islámicas dentro de Europa y el resto de la
población, agregado esto a la explosiva situación del Medio Oriente, con el
triunfo de Hamas en Palestina, y a la recurrente
crisis que sigue asolando a Irak. Simplemente Occidente no sabe qué hacer, cómo
actuar, de qué modo resolver un conflicto que sigue creciendo y que va
eligiendo caminos de riesgo cada vez mayor, unido todo esto al desarrollo del
racismo, de la desconfianza y a la multiplicación del encriptamiento de parte de las minorías, sean musulmanas o de cualquier otra región del Tercer
Mundo. Las caricaturas del diario danés expresan mucho de este desencuentro, de
este odio paradójicamente reversible entre muchos musulmanes y los
occidentales. El odio, la incomprensión parecen ser las notas que atraviesan la
cotidianidad europea más allá de los múltiples intentos por ponerle paños fríos
al conflicto.
Si bien es cierto
que todo nació de una circunstancia que en un comienzo pasó casi desapercibida,
terminó constituyéndose en síntoma de una enfermedad que está corroyendo a una
sociedad en la que la tolerancia, el respeto al otro, la riqueza de lo diverso,
el núcleo creador de la pluralidad, van dejando paso a sus opuestos, como si se
quisiera regresar, sin decirlo, a aquellos otros tiempos en los que Europa supo
extirpar brutalmente a los judíos que, bajo otras circunstancias y con
diferentes rostros y presencia histórica, serían, hoy, los musulmanes.
Defender la libertad de expresión por sí sola,
como si fuera una entelequia que gira en la noria de lo inmaculado, apropiarse
de los recursos supuestamente mejores de una cultura para despreciar o rechazar
a la otra significa atentar contra los mismos supuestos críticos y libertarios
que se dice defender. Esgrimir por un lado la tradición democrática para, por
el otro, construir muros que separan, formas perversas del prejuicio y la
exclusión, es apenas una de las paradojas que están por detrás de unas no tan
simples caricaturas publicadas por un pequeño periódico de uno de los países
más pequeños y pacíficos de Europa. Del mismo modo que darle letra al
integrismo islámico, permitirle pasar como víctima y ponerse a la cabeza del
complejo y abigarrado mundo musulmán, constituye un extraño favor que le han
hecho aquellos mismos que dicen ser los defensores de la democracia y la
libertad. Mahoma no es el que ríe desde las caricaturas, es el presidente de
Irán que tiene mucho para agradecerle a un oscuro editor dinamarqués.
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