Sobre algunos vicarios de
Muhammad
Alejandro
Kaufman
Aniquilaciones. Como presunta
respuesta a la ofensa ocasionada por las caricaturas danesas, el diario iraní
Hamshahri y la Iran Caricature House convocaron a un concurso de caricaturas
alrededor de la pregunta sobre el límite de la libertad de expresión occidental
(pregunta que constituye al fin de cuentas el núcleo duro de la propia libertad
de expresión) y también sobre porqué el pueblo palestino debería cargar con las
consecuencias del “"holocaust" story”. Salvo el uso de la palabra
“story”, y las comillas en el término “holocausto”, las preguntas se las
formula cualquiera que se proponga reflexionar sobre el tema. Una provocación
organizada mucho más sobre la base de la propalación de la convocatoria que
sobre sus términos. En efecto, la convocatoria circuló como manifestación
negacionista de la shoá. En cambio, las declaraciones del presidente de Irán y
otra convocatoria a un supuesto congreso académico sobre la veracidad del
holocausto fueron inequívocos. No obstante, un
detalle: en el concurso de caricaturas se aclara que pueden presentarse en
forma también anónima. Curioso requisito para un concurso que sugiere vagamente
la dotación de un premio cuyo monto se establecerá “más adelante”. En esa
invitación al anonimato debe presentársenos una advertencia sobre aquello de lo
que se les permite ocultarse a los participantes. En tanto que se trate de
comparar diversas situaciones ofensivas, narrativas, político culturales y
religiosas, recordemos que quien niegue el holocausto eventualmente
habrá de ocultarse de lo mismo que se ocultaron los perpetradores del
holocausto cuando cegaban su hórrida labor.
Es que la negación del holocausto dista en
forma abismal de ser una “ofensa”. No es desatinado atribuir a la memoria de la
shoá, incluso críticamente –como lo hacen Rancière y Didi-Huberman- el aire
sacro que forma parte de innumerables debates estéticos y políticos sobre sus
representaciones. A partir de esa constatación, los teócratas iconoclastas
saltan rápidamente a una homologación entre el “mito” de la shoá como entidad
narrativa y los íconos religiosos del Islam, cuya puesta en tela de juicio o
irrisión resultarían comparables.
Lo absurdo de esa homologación no reside
en una distinción estética o cognitiva. Negar la shoá no es como negar la
realidad de Ramsés II o de las campañas napoleónicas. Lo primero es un delito
en los países en que tuvo lugar su perpetración, lo segundo es irrelevante para
cualquier contexto. Negar la shoá no es como mentir, faltar a la verdad o cosas
similares. Aunque es también todo eso, no es ello lo relevante. La shoá se
define como delito cuando se admite que el holocausto es un crimen que no
concluyó cuando su perpetración finalizó junto con la derrota nazi y el fin de
la Segunda Guerra Mundial. El crimen del exterminio no concluye con la muerte
de sus destinatarios. El crimen tiene lugar antes, en vida, cuando se extirpa
industrialmente la condición humana de quien fue convertido radicalmente en
víctima. Antes y después, cuando la muerte es borrada como acontecimiento.
Borrada del registro de la víctima y borrada en sus huellas mediante la
desaparición del cuerpo y del hecho mismo. El holocausto es una negación, en
tanto que aniquilación, antes que cualquier otra cosa. Negar esa negación no
produce ninguna ofensa, negar esa negación supone la reiteración del crimen
como tal. Negar esa negación no es una mentira, ni una “apología del delito”
sino una instalación de la continuidad del crimen, en la memoria, pero también
y, sobre todo, por la amenaza, como suceso, en un sentido fáctico, sobre
quienes pertenecen a las categorías socioculturales exterminadas. Negar el
holocausto implica empujar de nuevo a las cámaras de gas (o a eventuales
sucedáneos) a nuevas víctimas. Negar el holocausto es todo menos una manifestación
de la libertad de expresión, malgré Chomsky. Negar el holocausto no
ofende, mata.
La ofensa religiosa, en el caso de los
teócratas iconoclastas (muy diferente a tantas otras ofensas religiosas, como
podrían ser las padecidas por los cristianos primitivos) invierte los términos.
Los daneses ofenden, pero quienes son amenazados y aun asesinados no son los
ofendidos sino los ofensores. Los ofendidos invocan la representación de una
fuerza demográfica masiva y condenan a diversos castigos, incluida la muerte, a
los ofensores. La condición de los ofensores se establece por criterios de
interpretación teocrática, que conciernen tanto al oponente cultural étnico
como al hereje segregado de las propias filas y sometido a los castigos más
brutales.
Ofensas. En la entrada “ofender” del diccionario
de la RAE se significa “humillar o herir el amor propio o la dignidad de
alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos”. La ofensa requiere
de su destinatario la condición del amor propio o la dignidad. Son esas las
condiciones afectadas por un acontecimiento lesivo. Tanto el amor propio como
la dignidad son configuraciones subjetivas “fuertes”, asociadas con la potencia
de retribuir la ofensa de que se ha sido objeto. No se ofende a quien no puede
ofender, no se ofende a una víctima. En otras palabras puede definirse como
víctima a quien ha perdido la posibilidad de ofenderse.
La tortura o la violación son crímenes extremos porque anulan el amor
propio y la dignidad. No la humillan ni la hieren tan solo. Suspenden la capacidad
de responder a una ofensa. El acto de agresión consiste, no en ofender, sino en
ir aún más allá, y reducir al objeto de la agresión a víctima, mediante el
despojamiento de aquello que define la condición humana, la posibilidad de
ofenderse.
Cuando el destinatario de la ofensa es susceptible de ser humillado o
herido en el amor propio o la dignidad, puede actuar de dos maneras opuestas,
polares: devolver la agresión y defender su amor propio y dignidad, o exponer acciones
antecedentes sobre su configuración subjetiva que lo hagan inmune a la ofensa.
La historia de la subjetividad religiosa podría articularse alrededor de
esas dos posibilidades conductuales: el yo “fuerte” y susceptible de
defenderse, o el yo “débil”, indiferente a la agresión. El primero nos conduce
a las teocracias, los dogmas sacerdotales institucionalizados, las religiones
asociadas a los poderes estatales y los aparatos armados. El segundo nos
conduce a las tradiciones estoicas, gnósticas, sufíes, cabalistas, jasídicas,
el cristianismo primitivo, la santidad evangélica. La lista es interminable por
la multiplicidad de experiencias a que la historia de las religiones dio lugar.
a. Cuando se reacciona con violencia,
arbitrariedad, brutalidad, amenazas contra inocentes, censura, nos hallamos
frente al primer polo descrito.
b. La contradicción entre ambos polos
es interior a cada una de las religiones, no las enfrenta entre sí como
bloques, sino que define relaciones entre instituyente e instituido en el marco
de cada una de las grandes religiones. Si el cristianismo evangélico nos habla
de sencillez piadosa, el dogma inquisitorial contesta con la tortura y la
hoguera. Si las tradiciones sufíes nos hablan de espiritualidad y paz, los
teócratas iconoclastas que propugnan la destrucción lisa y llana de la
materialidad simbólica y encarnada del otro nos hablan de la guerra y la
dominación.
c. No hay tal cosa como el “Islam” o
el “cristianismo” en el sentido de una entidad homogénea capaz de dar cuenta
como un todo de la multiforme diversidad del Islam o el cristianismo realmente
existentes.
Estigmas. Así, la denominación en bloque de
una diversidad multiforme configura el fundamento del estigma. Marca que define
a un otro por parte del xenófobo, productor de segregación social y política,
pero también emblema que enarbola el teócrata que reduce a sus propios hermanos
en la fe a un comportamiento determinado. El estigma es cifra del racismo y de
la xenofobia, así como del pánico moral que construyen los medios de
comunicación en sus relaciones articuladas con los poderes estatales, jurídicos
e institucionales que definen las identidades dominantes sobre las dominadas.
Las caricaturas danesas tuvieron esas características: conceptualmente
estaban elaboradas en términos ofensivos. Sin embargo, la “ofensa” resulta la
condición misma de posibilidad de la caricatura, y la caricatura, de la
libertad de expresión. Y la libertad de expresión, un mito de la ilustración y
la modernidad que carece de eficacia para garantizar los valores
emancipatorios, pero cuya sustancia se verifica cuando es vulnerada por la
censura y la violencia. No conocemos un mundo en el que la libertad de expresión
tenga lugar. Suponer que las llamadas democracias de Europa y los Estados
Unidos encarnan ese mundo es un modo del conformismo. Sin embargo, sabemos
también que negar el valor de esa débil fuerza que constituye una libertad de
expresión abstracta e irrealizable sólo nos arrojará a un mundo aún peor. Es lo
que se advierte ni bien tienen lugar actos de censura y autoritarismo como los
suscitados por las caricaturas danesas. Las manifestaciones de comprensión
esgrimidas para aplacar las iras de las masas contestatarias carecen de
verosimilitud y resultan menos eficaces que un ejercicio crítico más elaborado,
que intente una comprensión del proceso global, antes que una toma de partido
conciliadora.
Ofensa, sí, pero ello no explica ni determina la calidad de las
respuestas. La ofensa, cuando es razón de la violencia y la guerra sólo pone en
evidencia la magnitud y la calidad del amor propio y la dignidad que reaccionan
con ira y devuelven en forma multiplicada la lesión recibida.
El problema político radica en la reciprocidad de los actos: caricatura
por caricatura, o caricatura por asesinatos y amenazas, caricatura por crítica
y reflexión, aun dolida, o caricatura por despliegue de una cólera destructiva
al servicio de los intereses de dominación de las castas sacerdotales.
No hay tal “Islam” como destinatario de la ofensa, sino castas
sacerdotales movilizadoras de las configuraciones subjetivas más susceptibles
entre los fieles. En un segundo plano, fuera del foco de atención de la
espectacularidad mediática, millones de musulmanes que actúan en forma
divergente o disconforme con las movilizaciones coléricas.
Y si hay en la tradición islámica algunas manifestaciones sobre las que
los sacerdotes se apoyan para la emisión de sus fuegos vengativos, hay muchas
otras que sustentan una serie de ideas bien distintas, de comprensión, de
espiritualidad crítica y convivencial, de valores compatibles con lo mejor de
las tradiciones culturales de la humanidad. Esos valores culturales islámicos,
sin los cuales no sabemos qué podría haber sido la llamada civilización
occidental, pasan por un trance de olvido y desconsideración en la corriente
dominante de las repercusiones que el evento de las caricaturas danesas
ocasionó por todas partes. Ese olvido, funcional a los aires de xenofobia y
segregación que animan a las derechas norteamericanas y europeas son uno de los
problemas principales, antes incluso que cualquier vulneración de la libertad
de expresión.
Publicado en
Revista de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, UBA
|