En un tiempo en el que
el Imperio austríaco se hunde de un agudo aburrimiento tras
la solución deseada por el ala radical, en días en los que este
país ha estallado en revueltas sociales y políticas de todo
tipo, y ante semejante público, que entre la perseverancia y
la apatía vive una vida rica en frases, o carente de reflexión,
el editor que emprende estas páginas –quien se confiesa, hasta
ahora, un exegeta parado sobre un lugar seguro y alejado– lanza
un llamamiento a la lucha.
Lo que le anima no es, para variar, ningún
tipo de escisión partidaria, más bien el rol de un especialista
de opinión (1), que en preguntas de política considera a los
“salvajes” como los mejores seres humanos, y que desde sus puntos
de observación no se deja embaucar por ninguna de las declaraciones
provenientes del Parlamento.
Con alegría lleva sobre la frente el odio
de la falta de convicción política – tan “revuelta” como la
de alguno de los suyos – y se la ofrece al club de fanáticos
y a los idealistas de facción.
El programa político de esta revista,
por lo tanto, parece insuficiente. Ningún resonante “Lo que
ofrecemos” sino que como eslogan ha elegido un sincero “Lo que
matamos”.
Aquí se propone un cambio de pañales al
pantano de la fraseología, esa misma que otros quisieran delimitar
constantemente como nacional.
Con lengua de fuego –lo que también incluiría
a una docena de hablantes de diferentes idiomas- se echan sermones
sobre las necesidades sociales, aunque los gobernantes y los
partidos desean ante todo –con el cálculo moroso de unos sobre
el apasionado fanatismo de los otros– saber resuelta la pregunta
de choque de los estudiantes de Praga.
Este fenómeno de dolorosos contrastes
que se extiende a lo largo de nuestra vida pública determinará
el punto de vista sobre la apreciación de todos los acontecimientos
políticos, y es deseable que de vez en cuando lo consiga, para
disminuir la sorda seriedad de la fraseología, para reducirle
puntualmente el crédito a su incómoda serenidad allí donde comete
su obra destructora. Ninguna mirada empañada por los anteojos
de un partido puede mostrarle la extrema obviedad de tener
los días contados (2), cuya amenazadora presencia ilumina
de vez en cuando nuestra oscuridad, fortalecida por un altar
de velas.
Pero los eruditos de la lengua no saben
interpretarlo, y del agotamiento de viejas disputas se enaltecen
en otras nuevas. Enceguecidos por la inquietante apariencia,
unos señalan el fenómeno con un atemorizado temblequeo de dientes
(3), mientras que los otros, sospechando traición a la patria,
quieren que sólo la lengua alemana valga como idioma del Juicio
Final.
Tal vez todo el ajetreo se encuentre en
otra parte, en la competencia entre los que sienten orgullo
de su madurez y una cultura fuerte y sobresaliente que, dando
la bienvenida a la palabra pública, quiere reducirse a una disputa
de anfitrión.
Es posible que yo también deba dedicar
la esperanza a que este llamamiento a la lucha, que quiere reunir
a todos los grupos en el displacer y el acoso, no se extinga
sin surtir efecto. Pues quiere reavivar todo el espíritu de
oposición que ya esté harto del remilgado tono burocrático,
a todos aquellos que con talento y ganas sientan, y estimulen,
un resuelto antagonismo con la decadencia de las camarillas
en todos los campos; a cada uno que en este inaudible Imperio
mal construido no halle la repercusión de cada fenómeno en el
receptivo, y particularmente atento, erario público.
El minucioso detalle del corriente de
las circunstancias, que trabaja sin descanso para poder sacar
a flote al llamado “Espíritu de Época”, emprenderá el seguimiento
de los sinuosos caminos de cada ocasión.
Y esto, en lo que se refiere al observador
despreocupado, debe ocurrir para poder repartir la culpa de
manera equitativa entre el gobierno y los partidos: ministros,
que no dañan ley alguna, a saber, la ley de la pereza –costeándose
de la manutención del Estado–; diputados, que inquietan la conciencia
de cada uno de los otros mediante la “jerga burocrática interna”,
y que pelean constantemente por la inscripción en la etiqueta
del patrocinio fantasma de lo estatal, mientras que el pueblo
encomienda sus necesidades económicas a la discreción de los
sacerdotes, como si se tratara de un secreto de confesión… Por
lo tanto, Die Fackel quisiera iluminar a un país en el
que – a diferencia de cada reino de Carlos V–
nunca sale el sol.
(*) En: Die Fackel,
Nr. 1, comienzos de abril de 1899, Viena: pp.1-3.
Traducción de Natalia Vidal
Notas de la traductora
(1) “Publizist” en el original.
Se trata de una especialista de opinión.
(2) En el original Mene Tekel, de “Mene Mene Tekel”: “Dios ha contado los días de tu reinado y les ha
puesto un final”, Daniel, 5.
(3) En el original “Zde”, onomatopeya del miedo.