Aire de familia
Notas sobre memorias y subjetividades

Gabriel D. Lerman

“Espero que mis herederos sean lo suficientemente
sensatos para quemar toda mi obra”
Albertina Carri. Entrevista en el canal Ciudad Abierta

1. Ciertos modelos, formatos de acción o construcciones sociales han ido ganando presencia y visibilidad en conflictos de alto impacto en la opinión pública. Se trata de casos de la crónica policial y social que adquieren con marcada resonancia el espíritu de problemáticas familiares, de crisis emocionales y colectivas. Si bien el protagonismo excluyente de los casos es la pérdida de un integrante del núcleo familiar, y por lo tanto el desgarro y desestabilización afectiva y vital que esto, en principio, conlleva, no menos presente se vuelve la instalación de una idea que yuxtapone y reenvía el lugar de la víctima a una serie mayor de víctimas, a una implicancia superior y social de victimizaciones. Al modo de un revés de la trama, el extremo paradójico de este reenvío a una serie superior de víctimas es el punto donde se tocan, enciman o repelen familiares de víctimas del boliche República de Cromañón, familiares de víctimas de delitos que suelen encuadrarse en la llamada “inseguridad”, familiares de víctimas del “gatillo fácil” policial, o familiares de víctimas de violaciones a los derechos humanos en la década del ’70.

2. La mención y reiteración de la fórmula “familiares de víctimas” es aquí un núcleo múltiple, un significante suelto que atraviesa los casos como una marca, como una consigna, una etiqueta pública. Hasta incluso resulta una fórmula rápida de acceso para la crónica del día o el móvil periodístico raudo y diligente. Familiares de víctimas, ésa es la cuestión. Y la llamada no implica, de momento, una jerarquización de responsabilidades en relación al Estado, la sociedad y los particulares. Por ejemplo, no sería lo mismo, en principio, la víctima de un policía, brazo armado de la ley, que la víctima de un particular que comete un delito, como tampoco es lo mismo la sistematización del terrorismo y la violación de derechos humanos elementales por parte del Estado que la negligencia o la falta de control del Estado sobre un boliche bailable que ofrece recitales transgrediendo sus condiciones de habilitación. Existen en cada polo de la comparación diferencias notables de nivel, implicancias jurídicas, prácticas sociales y culturales. Es difícil imaginar que un Estado se organice para destruir un local nocturno con centenares de personas en su interior, aunque no es difícil imaginar un Estado ejecutando un plan de exterminio de ciudadanos en 350 centros clandestinos de detención instalados a lo largo y a lo ancho del país. Aunque es posible imaginar la desidia de funcionarios, productores artísticos y artistas frente a la organización de un recital de música para un público masivo, aún así no es comparable el perjuicio, o para extraerlo de un vocabulario jurídico, la extensión, la profundidad del daño que puede edificarse, concatenarse en una red de centros ilegales de detención.
         En este artículo me propongo pensar la secuencia en que surge esa forma de los “familiares de las víctimas”. Aunque parezca un lugar común, resulta central recordar que el orden histórico en que esta forma de los “familiares de las víctimas” adviene en la sociedad argentina comienza durante los años de la represión política en la década del ’70. Es decir, es muy complicado encontrar un antecedente previo de solidaridad o compromiso militante de carácter familiar, filial, afectivo, antes de la aparición sobre la escena pública de las Madres de Plaza de Mayo, el 30 de abril de 1977. Esa fecha hoy remota, sin embargo, no cesa de agigantarse. Como fecha calendaria, como hito político. Hasta hace poco se citaba la Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar de Rodolfo J. Walsh como un jalón excepcional en la denuncia de la represión y su correlato programático económico-social. Esa carta fue enviada, para decirlo de un modo que nos aproxime un registro estrictamente fáctico, el día 24 de marzo de 1977. Se cumplía un año del golpe militar. Un mes después, se producía la irrupción de Madres en Plaza de Mayo. Pero vale decir que Walsh fue emboscado en el mismo momento en que “enviaba” las copias de su carta por un comando clandestino de la Armada, y que aún las Madres soportarían estragos en sus propias filas incluso meses después de su primera reunión pública en Plaza de Mayo, como el secuestro y desaparición de Azucena Villaflor y otras madres, episodio que pone un dramatismo extra, un plus de vulnerabilidad, y si se quiere al modo tan en boga en la actualidad, un “poco más de dolor” en su historia de lucha.

3. Una investigación histórica a contrapelo busca restituir voces, reconstruir senderos tomados. Ante las decisiones que se toman en el presente sin tener en cuenta las compulsas argumentales examinadas y las opciones consecuentes en ciertas coyunturas, en los términos en que tales compulsas y tales opciones se presentaron, no queda más que rendirse silenciosamente. Es como alguien que presenta un paquete cerrado, blindado mucho antes, ante lo que sólo queda la opción tómalo o déjalo. Durante mucho tiempo, el hastío lleva a optar por lo segundo. Dejarlo ahí, no atreverse al torbellino de la confusión ni las preguntas. Con los años ’70, durante mucho tiempo pasó algo similar. El paquete de las víctimas, tras el final de la dictadura militar, no admitía una discusión, otra consideración posible que la sujeción al perjuicio ocasionado a miles de personas. El dramatismo era mayor puesto que convertir una causa judicial en la cruz que se carga de por vida, sin otra vinculación con el presente que el reclamo de justicia, obliga a la internalización de nuevas reglas de juego, implica un ingreso compulsivo en el sistema. Concurrir a tribunales, sostener abogados. Con una lógica del reclamo impecable, los familiares de las víctimas invitaban a la solidaridad, al apoyo de sus reivindicaciones. Ahora bien, las relaciones que desde entonces se hicieron entre la lucha por los derechos humanos y la política contemporánea no dejan de aportar nuevas controversias. Pensar que el pasado se reducía a las causas por los derechos humanos interdictos trajo consigo el olvido de los protagonistas de aquel proceso en tanto personas que habían hecho numerosas, no una ni dos, opciones de vida, incluso distintas y contradictorias entre sí.
         Aquí surge una diferencia en cuanto a la historia previa de la víctima de una matanza política, que no es comparable con la historia previa de una víctima de un atentado, de un accidente de aviación o de la falta de controles de habilitación de un boliche nocturno. Porque no parece equiparable la pregunta por las víctimas de un plan represivo realizado desde un estado que se arroga en la práctica la suma del poder público y la suspensión de toda garantía, con la pregunta por las víctimas de un acto terrorista, demencial o negligente a manos de un grupo, una empresa privada o un área específica del estado. En Argentina, el estruendo cotidiano parece quemar las palabras, ampliar o desplazar el significado en una dirección que tiene que ver con la conmoción, incluso el morbo-entretenimiento, y no con la información o la reflexión. No importa qué ocurrió, importa que calcen palabras graves: atentado, genocidio, asesinato. Y el efecto contrario de tal nominación es trivializar aquellas circunstancias que sí reclaman esos nombres propios.

4. En los últimos años hemos sido testigos de la recurrente referencia a la noción de identidad para dar cuenta de los diversos procesos de cambios individuales, grupales, sociales en el debate de las ciencias sociales. La complejidad de la cultura contemporánea nos enfrenta a una suerte de estallido multiforme en el cual se despliegan una amplia franja o combinaciones de identidades. Se abren así una variedad de identificaciones ancladas en lo étnico, lo regional, lingüístico, religioso. Por otra parte, el despliegue de una serie de relatos se organizan a partir de la afirmación de la diferencia (las minorías, por ejemplo) a la vez que se distinguen por la creciente capacidad de elección.
         No es casual que la emergencia de dichas preocupaciones se produzca, en el campo de las ciencias sociales, en el contexto del debate modernidad/posmodernidad. Los sentidos fuertes, totalizadores, los grandes relatos que promovían estilos de vida y opciones políticas y culturales de carácter aparentemente unívoco, concluyente, han entrado inexorablemente en crisis. Se habla de una suerte de multiplicación identitaria que pone en duda viejas categorías sociológicas como “clases”, “intereses”, “sectores”. Al respecto, Stuart Hall (1996), plantea en su artículo ¿Quién necesita identidad? la importancia de la utilización de un término que acentúe la diferencia y el proceso más que una configuración natural o fundante. La identidad, de este modo, refiere no a un conjunto de cualidades predeterminadas como raza, color, sexo, clase, cultura o nacionalidad sino a una construcción relacional siempre en proceso y fija sólo de manera temporaria en un juego de diferencias. La identidad se construye en relación con el otro, con lo que no es, con lo que falta.
         Lo cierto es que, como sostiene Leonor Arfuch (2002), “la pregunta sobre cómo somos o de dónde venimos (muy actual en el horizonte político/mediático) se sustituye, en esta perspectiva, por el cómo usamos los recursos del lenguaje, la historia y la cultura en el proceso de devenir más que de ser, es decir, cómo nos representamos, somos representados o podríamos representarnos. No hay entonces identidad por fuera de la representación, es decir, de la narración -necesariamente ficcional- del sí mismo, individual o colectivo”.

5. ¿Qué es la memoria? ¿Qué le deben las identidades a la memoria? ¿Qué tienen que ver la historia y la memoria? ¿Es lo mismo recordar que aprender, sostener o recibir un legado no por una razón sino por una pasión, o por una razón apasionada? ¿Quiénes, cuántos y qué recordamos? Los límites de la historia, la productividad de la memoria, el sentido de las militancias de ayer y hoy ponen en jaque continuamente los saberes acumulados en cada nueva pelea que se presenta ahora, mañana. Todo el ayer se entrevera y aparece hoy como un intruso, como un huésped inesperado. Pero no es el ayer que me detiene en el pasado, como dice Homero Expósito, sino el ayer que avanza desde el pasado, tomando de prestado a Walter Benjamin.
         En su libro Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo (Siglo Veintiuno Editores, 2005), Beatriz Sarlo señala que el pasado siempre es conflictivo. “A él se refieren en competencia –dice-, la memoria y la historia, porque la historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo (derechos de vida, de justicia, de subjetividad). Pensar que se podría dar un entendimiento fácil entre estas perspectivas es un deseo o un lugar común”.
         A treinta años del último golpe militar, las circunstancias en las cuales se conmemora ese acontecimiento han incorporado elementos nuevos que, a diez años del emblemático 20º aniversario allá por 1996, parecen haber modificado un panorama donde, por años, dominaban la impunidad, el silencio y el desaliento. La proliferación de testimonios de los protagonistas de los ’60 y ‘70, el surgimiento de los hijos de desaparecidos como actor social, la modificación de las condiciones jurídicas del juzgamiento a los responsables de la represión, y la voluntad cada vez más legitimada de establecer espacios destinados a la preservación de ciertas huellas del pasado, refuerzan una construcción social y colectiva de una fuerza notable.
         Novelas, ensayos, películas de ficción y documentales, las artes visuales, todo un conjunto de expresiones artísticas y culturales han ido conformando, en paralelo a aquello que podría denominarse el derrotero jurídico de las causas por derechos humanos, un volumen sólo comparable a la literatura o los trabajos sobre el Holocausto, guerras o tragedias universales. También las ciencias sociales y algún sector de la historiografía local se han volcado, por un lado, al estudio de los relatos de las víctimas y familiares y, por otro, al paulatino desempolvamiento de aquellos tiempos no necesariamente ligados a la represión sino también a la militancia de las vanguardias revolucionarias. ¿Cuánto se sabía sobre los ’70 en 1983, cuánto en 1996 y cuánto se sabe hoy? ¿Qué ha elaborado la sociedad con el recuerdo? ¿Por qué ha habido una verdadera expansión en los estudios políticos y académicos sobre las décadas pasadas? ¿Cuánto más es necesario conocer?

6. “¿Qué se puede discutir sobre la memoria?”, se pregunta Nicolás Casullo en su intervención en el libro de Marcelo Brodsky sobre la ESMA (La Marca, 2005). “Sin duda –continúa Casullo-, se escribe y se debate entre nosotros sobre los desaparecidos, al menos en esa franja que reúne derechos humanos, posicionamientos intelectuales, información periodística y crítica política. La muerte física acontecida, la otra muerte –simbólica- de la sustracción de los cadáveres a sus deudos, los olvidos de la sociedad, los pactos de los homicidas, la negación del pasado, el imprescindible castigo a los culpables, la índole controversial de los proyectos de institucionalización de la memoria del horror, la incidencia de esta drama en el actual proceso nacional”.
         Hay muchas formas de acceder al libro Memoria en construcción, el debate sobre la ESMA, que compiló Marcelo Brodsky, porque abundante y caleidoscópico es el material que contiene. Textos, fotografías, reproducciones de expresiones plásticas y visuales, de objetos; una espesura que, mediante la contigüidad y la agregación compone un panorama irreductible sobre lo que ha pasado y sobre lo que recientemente se ha hecho para darle a ese emblema de la represión un destino pertinente. Pero hay una forma que quita el aliento y golpea directo a las entrañas, y es si uno se asoma al libro distraídamente y por las primeras páginas, sin saber ni haber adivinado qué hay más allá. Las primeras páginas son de color negro por completo. No se sugiere otra cosa que noche, oscuridad, acaso el fundido a negro de una película pero puesto al principio, y las páginas siguen y siguen oscuras. Hasta que mucho más adelante, en el centro de una a la derecha, aparece una fotografía de un joven, casi adolescente, en musculosa, contra una pared, visiblemente perturbado. Es un plano medio, equívocamente de criminalística porque no ofrece ninguna información burocrática. Al pie, un epígrafe reza: “Fernando Rubén Brosky fotografiado en la ESMA – Continúa desaparecido”. Entonces aparecen fotos de otros, del mismo tenor, una a una. Fue Víctor Melchor Basterra, quien rescató esas fotografías de la ESMA, donde habían sido “tomadas”, adonde fueron llevados esos jóvenes. Basterra, también fotógrafo, ha aclarado que él “rescató” esas fotos pero no las “tomó”, como sí lo hizo con sus secuestradores para otros fines, obligado por la experiencia del campo de concentración, como por ejemplo para la falsificación de documentos. También la ESMA supo albergar la primacía del mal en aspectos menos mortuorios aunque también escabrosos.
         El libro de Marcelo Brodsky contiene seis partes. Al rastreo histórico sobre la edificación de la Escuela de Mecánica de la Armada le siguen textos alusivos de Felipe Pigna, María Seoane, Alejandro Kaufman, Horacio González, Maco Somigliana y Lila Pastoriza. Luego, decenas de reflexiones, definiciones, frases y pensamientos sobre el proyectado espacio de la memoria entre los que se destacan los aportes de Pilar Calveiro, Nicolás Casullo, Beatriz Sarlo y Leonor Arfuch, así como una transcripción de las propuestas de los organismos de derechos humanos sobre el destino de la ESMA como sitio. En la última parte, se incorporan los documentos que establecen los acuerdos estatales entre la Ciudad y la Nación para dar lugar al espacio, el acta de traspaso del predio, y el decreto 1259/2003 de creación del Archivo Nacional de la Memoria. Vale la pena destacar la selección de imágenes sobre instalaciones, y las obras de los artistas Carlos Gorriarena, Carlos Alonso, Cristina Piffer, Juan Carlos Distéfano, Ennio Iommi, Alberto Heredia y Luis Felipe Noé, entre otros.

7. Desde hace unos años funciona un programa desarrollado por el Panel Regional de América Latina (RAP) del Social Science Research Council, dirigido por Elizabeth Jelin y Carlos Iván Degregori, que apunta a la investigación de memorias e identidades a partir de las consecuencias de la represión política en el Cono Sur, y a la formación de investigadores becarios capaces de articular perspectivas novedosas sobre los efectos de las luchas sociales y políticas que se han dado en los últimos veinte años. Uno de los resultados del programa es la colección Memorias de la represión, editada por Siglo Veintiuno (1). Elizabeth Jelin, especialista en trabajos sobre memoria y represión, considera que “la relación entre memoria e historia no es sencilla ni lineal. La construcción de memorias sociales consiste en la elaboración de interpretaciones y sentidos de acontecimientos pasados, por parte de grupos humanos. O sea, los sentidos del pasado son siempre múltiples, y se contraponen a otras memorias y a otros sentidos. En esto, juega mucho el silencio: hay temas y cuestiones que en un período no están en el centro de la escena, cosas del pasado de las que ‘no se habla’. Sin embargo, esto no implica olvido, sino cambios en climas sociales y políticos. Lo silenciado en uno puede ser expresado y discutido en otro momento” (2)
         El ciclo “¿Quiénes eran?”, organizado en julio de 2005 en La Plata por la Comisión por la Memoria, cuya curadora fue Florencia Battiti, incluyó el ciclo de cine Vivir para contarlo. Allí pudo verse el potente cortometraje Granada, de Graciela Taquini, protagonizado por Andrea Fasani, donde se pone en cuestión quizá como nunca la forma del testimonio, la manera en que ha venido instrumentándose el pasaje de información, las inflexiones de los relatos. Al respecto, el crítico Gonzalo Aguilar reflexiona: “En su video, Taquini muestra el revés del testimonio: sus repeticiones, sus automatismos, sus préstamos no confesados, sus huecos y ocultamientos más o menos conscientes. Creer en la memoria –parece interpelarnos el rostro que la cámara recorre- no debe impedir que nos preguntemos sobre su funcionamiento” (del catálogo de la muestra).

8. Temas sepultados o dejados de lado en un momento vuelven o se actualizan. El incipiente surgimiento y despliegue de investigaciones sobre el exilio, el (des)exilio, el balance o la crítica de las valoraciones políticas e ideológicas de las vanguardias revolucionarias, y una considerable serie de expresiones artísticas provenientes de hijos de desaparecidos, en particular hijas, ha puesto de relieve otras miradas. Respiraciones jóvenes y desprejuiciadas, una vuelta distinta y problemática, acaso impensada hacia 1996, cuando se cumplían los veinte años del golpe. “Inevitablemente –dice el ensayista Christian Ferrer-, los acontecimientos sucedidos hace ya tres décadas nos van a hacer compañía por mucho tiempo aún, al menos por el lapso vital que se corresponde con los que por entonces experimentaron esa época mortífera como con el grado y modo de concernimiento al que puedan o quieran quedar adheridos aquellos que ni siquiera habían nacido. Además de lo poco que sabemos aún sobre la vida cotidiana durante esa época, tampoco ha sido interrogada a fondo la experiencia de la ‘corrupción del alma’ que necesariamente y en mayor o menor medida implicó al país entero. Pues los ríos poluidos afectan tanto al que sigue la corriente como al que nada a contracorriente”.
         Ferrer destaca dos actos recientes en el campo de la memoria. “Los dos acontecimientos fundamentales –dice-, por cuanto desafían a los modos de recordar y de historizar, son la película Los rubios, de Albertina Carri, y la polémica sucedida a propósito de la carta pública de Oscar del Barco en la revista La Intemperie, de Córdoba. En ambos casos, lo no dicho y lo no pensado, quedan convocados al centro del problema”. La reciente polémica por la provocadora carta del filósofo del Barco invita a leer, también, las respuestas publicadas, y adentrarse en el libro de Gabriel Rot Los orígenes perdidos de la guerrilla en Argentina, editado en 2000, que narra de una manera subyugante la endiablada historia del primer foco guerrillero criollo, enclavado por Jorge Masetti, en el monte salteño, en 1963.
         Por su parte, Jelin arriesga: “Sin duda, hay muchas más referencias a los años setenta en la esfera pública actualmente que hace unos años. Las referencias al ‘setentismo’, sea con orgullo o como estigma, están sobre el tapete. Sin embargo, encuentro que hay más referencias y consignas que debates históricos abiertos. En mi opinión, un desafío muy significativo consiste en ampliar el rango de participantes y de voces ‘autorizadas’, una ampliación que significaría quizás perder algo de protagonismo, compartir el escenario e incorporar otras miradas, de aquellos a los que hasta ahora sólo se les permitió ser indiferentes, observadores, público o acompañantes”.

9. Muchos años requirió la sociedad argentina para desmontar la falacia argumentativa, claramente política, de la teoría de los dos demonios. Nunca fue lo mismo, ni simétrica ni equiparable, la violencia ominosa y planificada del Estado con actos violentos de ciertos grupos, sobre todo cuando éstos carecían del poder de fuego que amenazara a aquel y, por el contrario, fueron utilizados como chivo expiatorio para otros fines. Tal vez ahora comience a sentirse una mayor libertad, y acaso esta vez se acompañe de una mayor disposición al recuerdo y la crítica, y hasta es posible que contar cosas no continúe vedado por la huella del secreto que la clandestinidad impuso. Sin embargo, los espacios para pensar ese pasado no siempre encuentran el marco adecuado. ¿Es posible escuchar? ¿Sólo se busca el escándalo, la sensación, el golpe de efecto? “No decimos ‘Nunca más’ ante cualquier violencia”, escribe Alejandro Kaufman sobre la ESMA. “No es la violencia lo que aquí está en juego. Éste no es un museo sobre los ’70, ni sobre sus causas, ni sobre las Malvinas, ni sobre Martínez de Hoz. No es un museo que necesite polemizar ni sostener un debate. Sólo debe mostrar y demostrar la naturaleza del dispositivo, de la mecánica del crimen, como tan bien se dijo en el acto del 24 de marzo de 2004. Esta ostensión se convierte en un símbolo, en un punto de partida para la convivencia en este territorio, el nuestro, que no ha dejado de sernos lacerante”.

10. En su texto Siglas, Néstor Perlongher revisa y enumera sin aspavientos y con ironía, las denominaciones de decenas de agrupaciones políticas y sociales de las vanguardias, estableciendo genealogías al modo del pasaje, cambio y requiebres de un militante en tránsito perpetuo. Por ejemplo: “Entonces confías en el FRP, junto a restos de la ARP, nostálgica del PVP, del FPL y, por qué no, de la UP. Pero no conseguías olvidar las deliciosas reuniones del MALENA –eran los tiempos en que el FRIP se fusionaba con Palabra Obrera para formar el PRT (…) Lo cual estuvo a punto de costarte la expulsión del MAVIET –apenas te mantuvo tu amistad con el MAR- que, en cierto modo, te recordaba al PSAV, antes LDA, cuando ni imaginabas que el ya descalabrado PSA devendría a la larga PSP, PST, CSA”. Escrito en 1978, el texto de Perlongher condensa la vastedad de un mundo intenso, persistente, ramificado y seductor.
         Las III jornadas del CeDInCI (Centro de Investigación y Documentación de la Cultura de Izquierdas) realizadas en agosto en la Biblioteca Nacional, cuyo tema fue “exilios políticos argentinos y latinoamericanos”, intentaron empezar a recomponer ciertas líneas que hasta ahora parecían no tocarse: los que sobrevivieron, los que viajaron, los que se quedaron, los que perdieron dos veces; los que volvieron, los que no se fueron.
         “Las relaciones entre el campo de las memorias y la producción historiográfica de corte académico –dice Roberto Pittaluga, profesor universitario y director del CeDInCI-, todavía son relaciones en construcción, en las que intervienen ritmos y formas de producción distintas. La historiografía tiene una deuda sin saldar: basta recorrer las principales revistas de historia académica para observar que, en los últimos veinte años, prácticamente no se han publicado en sus páginas investigaciones sobre el pasado reciente argentino. La producción de distintos tipos de narraciones –la mayoría fuertemente marcadas por lo testimonial- se ha expandido, desde la segunda mitad de los años ‘90 a un ritmo importante, constituyendo hoy la principal fuente de construcción de sentidos para el pasado reciente, y posibilitan una indagación que vaya más allá de lo testimonial hacia una reconstrucción crítica de aquella experiencia histórica”.

11. A las recientes películas Los rubios (2003) de Albertina Carri, Papá Iván (2000) de María Inés Roqué y Encontrando a Víctor de Natalia Bruchstein (2004), que ofrecen miradas de tres hijas de desaparecidos, se sumó en 2005 la novela El mar y la serpiente de Paula Bombara (Norma). ¿Cómo narrar lo doloroso que envuelve la pérdida del padre? ¿Cómo contar la historia desde una voz infantil? Estos desafíos son los que enfrenta El mar y la serpiente. Destinada a un público juvenil, esta novela narra la historia, en primera persona, de una niña de tres años que pierde a su padre secuestrado por la Triple A. Tiempo después sobreviene el secuestro de su madre (quien subrayará que en realidad se trata del rapto de ambas). Narrada en tres tiempos, la novela conduce al lector por diferentes modos de referirse a los mismos sucesos. El primero es el momento en que ocurren los hechos. El segundo se ubica años después, cuando la protagonista conoce la historia a través del relato de su madre sobreviviente. Por último, el tercer momento es en el cual ella se enfrenta al reto de narrar lo ocurrido por sí misma. El tono de Bombara mantiene una angustia contenida que nunca estalla, lo que produce un efecto inquietante. La novela de Bombara conmueve, y su fuerza reside justamente en superar el mero relato de los hechos (dramáticos en sí mismos) transformando una experiencia desoladora en un hecho literario con peso propio.

12. La película Los rubios de Albertina Carri obtuvo el premio a la mejor película del III Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (2003). El día en que se presentó el film, al término hubo un debate. La emoción todavía dominaba la sala cuando la directora caminó hasta el frente de las butacas acompañada por su equipo de filmación, actores y por Analía Couceyro (actriz-doble de Albertina, iniciales del nombre semejantes), y expuso su cuerpo menudo, sus anteojos de marco de plástico negro –ya un símbolo de la iconografía A.C., ante un aplauso cerrado del público. Acababa de concluir el film, y nadie que lo haya visto podrá olvidar el final, sobre todo la música del final, el tema Influencia de Todd Rungren cantado por Charly García, que en ese momento prolongó sus resonancias en el ambiente. Carri agradeció sin disimular cierto desconcierto e incomodidad, y compartió con el grupo un tono entre emocionado y festivo, algo del orden de la tarea cumplida, del logro. Lo que en el protocolo de un cine-debate podía ser una suerte de preludio a cargo del director –sólo hubo una presentación formal de Quintín, director del festival- fue en cambio un agradecimiento liviano, ocasional, que bien podría alinearse en el subgénero entrega de premios de la industria cultural. Si bien esta actitud refrenaba un ingreso solemne a un debate en aguas profundas, llegó la intervención del público. La dificultad para problematizar la película se impuso allí. Las escasas intervenciones, que no interpelaron directamente al equipo, cedieron rápidamente a la felicitación y, acaso, a la constatación de un hecho que no permitía una verbalización inmediata. No eran preguntas, o eran preguntas demasiado abismales que a cualquiera de los presentes podía llevar horas, días, pensar. Finalmente intervino un hombre adulto, que concitó la atención al instante porque era una voz que simbolizaba una ausencia casi total en la película. El hombre se identificó como amigo de los padres desaparecidos de Albertina –tema de la película- y, sintiendo la necesidad de expresar algo al respecto, dijo: “no sé qué opinarían tus padres, pero estoy seguro que estarían orgullosos de tu valentía”. El no-debate terminó allí. La película, esa noche, iniciaba un largo, extraño y productivo camino.

13. Desde hace una década, se ha ido construyendo un corpus importante de relatos que en alguno de sus aspectos suele agruparse bajo el rótulo de “memoria sobre los ’70”, y que consiste en un amplio espectro de ficciones, ensayos, crónicas, testimonios, edición de fuentes primarias y documentos originales de la guerrilla. Nos referimos a libros, películas, programas de TV y obras de teatro. En conjunto, da la impresión de encontrarnos en los ’90 con un “segundo momento” de las miradas sobre los ’70, respecto de lo que había sido un “primer momento” acontecido durante los ’80. El primer momento habría tomado un lapso que podemos situar entre la derrota en Malvinas (1982) y el otorgamiento de los indultos (1989), y que tuvo como expresiones desde las primeras noticias en medios gráficos masivos sobre la represión (el boom periodístico conocido como el “cambio de camiseta de la prensa canalla”)(3) hasta evocaciones cinematográficas de diversa valía y tematizaciones parciales sobre la represión ilegal y en menor medida sobre la militancia revolucionaria. En el cine aparecieron “El exilio de Gardel” (1984) de Pino Solanas, de una poetización fuerte, y “El amor es una mujer gorda” (1987) de Alejandro Agresti, de una sórdida melancolía porteña en oscuro blanco y negro, por un lado, y “La historia oficial” (1985) y “La noche de los lápices” (1985), con ingenuidades pesadas, por otro. El segundo momento podría haber empezado con la película “Un muro de silencio” (1993) de Lita Stantic, y abarcó un abanico amplio que culminaría en “Los rubios” (2003) de Albertina Carri. Mientras que el fondo de época del primer momento fue la lucha de los organismos de derechos humanos por el juicio y castigo a los culpables de la represión al mismo tiempo que imperaba el cepo ideológico y casi moralista de la teoría de los dos demonios, pareciera que, a partir de los ’90, el retroceso en materia judicial, el cambio de elenco gubernamental, quizás una mayor distancia con los hechos pero, sobre todo, la emergencia de los “hijos” –quienes alcanzaban la mayoría de edad- abrió diversas búsquedas cuyo género predominante fue el “testimonio” de quienes habían formado parte de la generación de la militancia revolucionaria y cierta disposición cultural a una mayor franqueza. Se pasó de las “víctimas” a los “militantes”. A la vez, si durante el primer momento la reivindicación sobre derechos humanos ocupaba la mayoría de los programas políticos tanto de los partidos tradicionales como de las corrientes progresistas y de izquierda, las sucesivas concesiones de los gobiernos radical y peronista sobre el tema hizo que, a mediados de los ’90, el reclamo sobre las responsabilidades de la represión ilegal se concentrara en un espectro acotado.

14. Los rubios es una película sobre la dificultad de hacerse a sí misma, como una prolongada reunión de producción aunada a su posterior montaje, a veces sin solución de continuidad. Los mecanismos del cine están explicitados, en tanto instrumentos técnicos y en tanto exhibición de las implicancias de la escena cinematográfica, de sus idas y venidas. Señala Silvia Molloy: “Toda ficción es, claro está, recuerdo. La novelística hispanoamericana acepta esa condición general y elige destacarla poniendo de relieve, a menudo dentro del relato mismo, la figura del recordante. Alguien, algún individuo determinado –un narrador, uno de los personajes- recuerda, rumia el pasado, lo embellece y, a veces, lo describe”. En Los rubios, ese mecanismo es explícito: alguien puede representar a otro, que nada tiene por qué ser real en una película porque de eso se trata una filmación, incluso una narración afincada en el movedizo terreno del documental como parece ser ésta. Falso documental, ficción documental, gran making off de una filmación, Los rubios es la película dentro de la película y como tal remeda un formato clave de la década del ’90, no sólo del audiovisual sino de las representaciones en general. Literatura, teatro, periodismo, hasta los medios masivos adoptaron registros y modalidades autorreferenciales. La obsesión por la cocina, los juegos de lenguajes. En un sentido más amplio, podría pensarse la cultura de los ’90 como dominada por el revisionismo sobre las décadas anteriores, la discusión sobre los términos de épocas y, en tal sentido, también como un seguimiento constante del modo en que se construía el presente. Si era posible juzgar, desmontar, caracterizar períodos del pasado, pues también era tentador, casi a modo de espejo, construir la ilusión de que también podían escrutarse los mecanismos del tiempo presente. La puesta en escena de la cocina, de los mecanismos de la hechura cinematográfica, la representación de la representación.

15. Llama la atención el despliegue analítico de Martín Kohan en la revista Punto de Vista, y su evidente reticencia para con Albertina Carri. En pocos párrafos, Kohan recurre a Tzvetan Todorov, a Theodor Adorno, a Giorgio Agamben, e invoca el trabajo de Pilar Calveiro, Poder y desaparición, como manera de aludir a la elección de una tercera persona para “relegar las tonalidades emotivas o testimoniales de la subjetividad, para anteponer el rigor crítico del análisis objetivo”. El problema de Martín Kohan es el de no aceptar la forma de la obra de Albertina Carri. Kohan, autor de Dos veces junio, una novela sobre la dictadura que calca la forma de Villa de Luis Gusman, no admite la obra de Carri y compone una argumentación cargada de citas de autoridad sobre “memoria” y “teoría de la enunciación”. Vale la pena jerarquizar de qué se está hablando, es decir cuál es el objeto de su crítica. Pilar Calveiro realiza un trabajo de una hondura excepcional donde entrelaza testimonio y memoria, un marco teórico sobre experiencias de confinamiento, encierro, espacios de resistencia, una elaboración que impacta allí donde el pensamiento, en la medida en que se intelectualiza, perfecciona la memoria. Calveiro vuelve el rostro sobre su infierno, y lo univerisaliza al poner la mirada en un nosotros, en los otros. Albertina Carri, en cambio, vuelve a una historia (a lugares, a personas) que no necesariamente están ligados a sus vivencias y sí, en cambio, a una zona sustraída de ellas. De manera que exigirle determinadas cosas con una batería de teóricos sobre la memoria y la enunciación es, en principio, injusto. Es decir, pedirle a una obra algo que la obra no sólo no utiliza sino que de manera estructural excluye o retacea (para usar un término insistente en Kohan) es pedirle que sea otra cosa, algo que en un espacio de taller de arte o literatura implica “demoler” la forma de expresión elegida. Podría pensarse como un caso serio de intolerancia, de exceso de anteojeras teóricas. Sin embargo, a favor de Kohan hay que reconocer que retoma una posición que, por lo que se ha dicho sobre esta película, condensa buena parte de un sector de la opinión. Se le ha criticado a Carri su displicencia, su toma de distancia cuasi gélida sobre la vida de sus padres. Por todos los medios, ella ha reiterado que su película era sobre la ausencia y sobre las formas que la ausencia trajo a su vida, tal como la ausencia las trajo y no como otros hubieran deseado. De modo que, si la pérdida o la distancia existieron, ¿por qué deberíamos estar ante una ficción, o “recuerdo” según Molloy,  diferente? Incluso no siendo un trabajo de historia, ¿por qué debería ella dar cuenta de la vida militante de sus padres, amén de querer o no conocerla en ese o en cualquier otro momento? ¿Los hijos, los hermanos menores de quienes pelearon, fueron derrotados y sobrevivieron a la guerra civil española, pudieron cuestionar aquello con lo que no acordaban de sus mayores? ¿Pelear por ellos es imitarlos? Y, en tal caso, si supieran enteramente cuál era su lucha, ¿alguna ética obligaría a sus descendientes a “retomar” su lucha? ¿Por qué no puede Albertina Carri hacer la película que quiso hacer? ¿Cuál es el problema de que usara playmóviles y cámaras de cine y tv, y luciera anteojitos oscuros de marco grueso y eligiera ignorar o mofarse o temblar por sus padres? Porque el caso no era de un cualquierismo sino todo lo contrario: era una película valiente, de una lucidez cortante. ¿No quisieran, no hubiesen querido los mayores, que sus hijos sean hombres y mujeres de su tiempo, que sean aquí y ahora?

16. Para el final de su película, como se ha dicho, Carri escogió el tema Influencia de Todd Rungren cantado por Charly García. Dos registros se abren allí. Uno ligado a la letra del tema, otro a la propia trayectoria de García. La letra dice: “Una parte de mí, una parte de mí dice stop, fuiste muy lejos/no puedo contenerlo./ Trato de resistir, trato de resistir y al final no es un problema. Qué placer esta pena!/ Si yo fuera otro ser/no lo podría entender/ pero es muy difícil ver/si algo controla mi ser/Puedo ver y sentir y decir/mi vida dormir/será por tu influencia/Esta extraña influencia!”. ¿La extraña influencia que hace suya Carri, en palabras de Rungren, contiene algo de sus padres? Esta pregunta no es más que una resonancia, algo que late frágilmente hacia el final, luego de la película. ¿Qué quedó en Albertina de sus padres? Hay una respuesta rápida y evidente: esta película. Haber hecho una película no es poco en este mundo. Una película es una intervención pública que cruza arte, mercado y política de una manera muy compleja y con una alta densidad. En tal sentido, aquellos que quieran ver inocencia o indiferencia en Carri realmente se equivocan de cabo a rabo. Si la influencia de los padres militantes fue una pregunta, una inquietud, en definitiva una ausencia que llevó a hacer esta película, confieso por mi parte que el mundo todavía tiene sentido. Y lo mismo vale para las otras directoras jóvenes y para Paula Bombara, autora de El mar y la serpiente.
         Pero la elección de ese tema, cantado singularmente por Charly García, conlleva un segundo registro, que nos envuelve y revela la inexorabilidad del paso del tiempo. Porque hace tiempo que pasa lo mismo con García. Cuando reaparece, nos preguntamos: ¿Charly García no era amigo de Menem? ¿No se fotografió, no comió asados, no se lo mencionó incluso como posible funcionario de un regreso del menemismo al poder? Charly García fue y es el rockero más célebre de la Argentina. Y Charly García fue, sobre todo, el compositor de música popular que desde finales de la década del ’70 marcó el pulso, cierta inflexión cultural caracterizada por ejercicios de anticipación política y estética, actualizaciones, ajustes, recortes, tanto desde la música como de sus letras. Temas de Serú Girán como “José Mercado”, “Cuanto tiempo más llevará”, “Alicia en el país de las maravillas” y, como solista, “Yo no quiero volverme tan loco”, “Los dinosaurios”, “No bombardeen Buenos Aires”, “Bancate ese defecto”, “Transas”, “Demoliendo hoteles”, eran a la vez memoria personal, hecho artístico, modelo contemporáneo de intervención pública. Por otra parte, Charly García no es de los tempranos ’70. Digamos que la corta vida de Sui Generis, su primer grupo, no tuvo en su tiempo, y mucho menos en relación con la militancia revolucionaria y la vanguardia política, el entramado y la densidad que adquirió años más tarde, sobre todo a partir de Serú Girán. Hubo un tiempo, desde poco antes de la guerra de Malvinas y hasta mediados de los ’80, en que cada nuevo trabajo de Charly García concitaba una atención cultural de excepción. Una frase de su tema “Transas”, del disco Clicks modernos (1984), resume una bisagra que García anticipó una década antes al menemismo: “El se cansó de hacer canciones de protesta, y se vendió a Fiorucci”.

17. Charly García fue todo eso y, también, puede pensárselo como signo de una decadencia específica de la Argentina. Ese rock ya no es lo que era, y extrañamente, si durante Malvinas sorprendió la irrupción de un nuevo rock nacional, y a lo largo de los ’80 se vivió su despliegue y sofisticación, hay que reconocer que desde el 31 de diciembre de 2004 se vive una situación donde otro rock, un rock inequívocamente actual y nada nostálgico, volvió a mezclarse con la política de un modo inimaginado, que tuvo entre sus picos de tensión nada menos que la destitución del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. No es que el grupo Callejeros sea un rock decadente en relación al anterior. García es un personaje decadente de aquel pasado y, en cambio, Callejeros es el emergente de otra Argentina, muy distinta a aquella.
         Una catástrofe pública, un incendio en un local nocturno habilitado y gerenciado en malas condiciones produjo una tragedia cuyo saldo luctuoso impactó de forma demoledora en distintos niveles gubernamentales y en la sociedad. Un actor excluyente del saldo trágico que dejó el caso fueron los familiares de las víctimas. Su prédica, que recogió cual repertorio de protesta el modelo de los familiares que va de las Madres de Plaza de Mayo al caso de Walter Bulacio y las marchas del silencio por María Soledad Morales en la provincia de Catamarca, puso el acento en la corrupción del Estado, de sus funcionarios, en un mal desempeño empresario y, eventualmente, en la negligencia del grupo Callejeros. Pero la magnitud que convocan la memoria y la historia tanto de la represión ilegal como de los movimientos de vanguardia política de los años ’60 y ’70 es tan vasta e irreductible que nuevamente será necesario establecer diferencias entre los casos. Lo que ha sucedido, en un plano, es una emulación de las formas de representación que han surgido sobre los años ’70, en particular de los modos que adquirió el reclamo de verdad y justicia. Esto es un producto de la cultura contemporánea con el que habrá que convivir. Frente un suceso, son los familiares de las víctimas quienes estructuran la exigencias y el reclamo, y el reclamo toma la forma del duelo familiar, de la historia de la pérdida y el dolor. Pero lo cierto es que, así como en la noche de la dictadura quienes hicieron punta fueron las madres de los desaparecidos, no menos cierto es que ese fue el inicio de una ampliación de prácticas, de búsquedas y reposiciones, de investigación y conocimiento que construyó colectivamente, y esto no fue producto de la pasividad sino que fue lucha política y cultural de esclarecimiento, creatividad intelectual, duelo, elaboración, solidaridad. ¿Fue y es la forma biográfico-familiar la que predominó en el movimiento de derechos humanos? ¿Fue la forma de la represión ilegal la que parió una forma de singular de reclamo? Todavía esa historia se imprime con una fuerza inusitada sobre el presente argentino, y se agiganta a cada paso. No menos cierto es que, a tantos años, es posible que los familiares de víctimas de violaciones a los derechos humanos tengan por delante una lucha aún más vasta que otros familiares de víctimas, habida cuenta de que muchos juicios recién han sido reabiertos. La magnitud de las causas, incluso, ofrece un volumen cuantioso de trabajo y una energía mayor.
         Las rememoraciones de los treinta años del golpe de 1976 incluyeron hasta la decisión oficial de declararlo día feriado, al mismo nivel del 17 de agosto, el 20 de junio, el 25 de mayo o el 2 de abril. El 24 de marzo ha empezado a ser algo distinto. Las historias de la militancia han empezado a invertir el sentido de esa expresión nefasta: “por algo será”. El “por algo será” comienza a mostrar aspectos que se desacoplan de un carácter delictivo o desmienten el carácter delictivo. ¿Si alguien hizo “algo”, aún la comisión de un delito, debe ser secuestrado, encerrado, torturado y asesinado? ¿Si ese “hacer algo” era poner bombas o tomar cuarteles, también merece el mismo trato? Pero si se descubre que ese hacer algo era la militancia política y social en fábricas, barrios, universidades, era la conformación de una resistencia, era la defensa de intereses específicos, era la búsqueda del cambio social, ¿qué es lo que abre, hoy, la refutación de la tan mentada teoría de los demonios? ¿Qué nos aporta su despeje? ¿Somos capaces, nos interesa asomarnos a esa complejidad? ¿Qué puede permitir a la sociedad argentina pensar, desde el presente, la represión ilegal como una flagrante asimetría entre el Estado como expresión de intereses concretos enfrentado a sus individuos-ciudadanos, y no como bandos en pugna? De militantes a víctimas, y de víctimas a militantes, ¿de qué hablaban ellos? ¿Queremos oírlos, queremos renunciar a oírlos, queremos una parte, queremos renunciar al recuerdo? Pasó tanto tiempo que ellos no reconocerían el mundo en que vivimos. Y si lo vieran y tuvieran ganas de pensarlo nuevamente, ¿qué nos dirían? ¿Hay algo más que una coincidencia de dolores y duelos entre aquellas víctimas y estas otras víctimas contemporáneas? ¿Hay algo de ambas situaciones que pueda compararse, vincularse, o se trata de experiencias radicalmente distintas?

Notas

(1) Los nueve libros publicados y los por venir han ido configurando una masa crítica sobre los modos en que se recuerda, en que se reinstala el pasado y, si bien con claroscuros por tratarse de decenas de trabajos cuyas autorías recorren América Latina y un amplio especto transdisciplinario, ofrecen una base, un desarrollo teórico y empírico indispensable para abordar la problemática. Mitos, arquetipos, fechas, lenguajes en que se expresan los sobrevivientes, las mismas ideas de democracia o represión o revolución o militante aparecen aquí examinadas sin rodeos, con apoyo testimonial y metodológico ciertamente subrayables. A Los trabajos de la memoria de la propia Jelin, se han ido sumando Del estrado a la pantalla: las imágenes del juicio a los ex comandantes en Argentina, de Claudia Feld, Monumentos, memoriales y marcas territoriales; Iglesia, represión y memoria. El caso chileno, y recientemente Escrituras, imágenes y escenarios ante la represión, compilación de Jelin y Ana Longoni.
(2) Las intervenciones de Elizabeth Jelin, Roberto Pittaluga y Christian Ferrer que aparecen articuladas en esta monografía corresponden a sendas entrevistas realizadas por el autor en noviembre de 2005. Una parte de dicho material fue utilizado en el artículo “Pretérito imperfecto” del suplemento Radar, Página/12, del 4 de diciembre de 2005.
(3)La revista Humor dedicó durante 1984 un suplemento a dar cuenta de las complicidades de la prensa vernácula con la dictadura militar, en momentos en que se producía una súbita conversión a las “denuncias” sobre desaparecidos y una suerte de estado general de “sorpresa” en la opinión pública acerca de los “horrores” de la represión ilegal.

Bibliografía

-Arfuch, Leonor (comp.). Identidades, sujetos y subjetividades. Prometeo libros, 2002
-Bombara, Paula. El mar y la serpiente. Norma, 2005
-Bonaldi, P. (2004) “Hijos de desaparecidos. Entre la política y la memoria” en E. Jelin y D. Sempol (comps.) Los jóvenes y la memoria. Ed. Siglo XXI (en prensa), Colección: Memorias de la Represión.
-Brodsky, Marcelo. Memoria en construcción, el debate sobre la ESMA, La Marca, 2005
-Calveiro, Pilar. Poder y desaparición. Buenos Aires, Colihue,
-Calveiro, Pilar. Política y/o violencia. Buenos Aires, Norma, 2005.
-Kohan, Martín. En: Punto de vista n., Buenos Aires, 2003.
-Molloy, Silvia. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica.
-Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo (Siglo Veintiuno Editores, 2005).
-Schuster, Federico y otros. Tomar la palabra. Estudios sobre protesta social y acción colectiva en la Argentina contemporánea. Buenos Aires, Prometeo, 2005.

Entrevistas
-Roberto Pittaluga, Elizabeth Jelin y Christian Ferrer.

Fuentes
-Película Los rubios, de Albertina Carri, 2003.
-Colección de diarios La Nación, Clarín y Página/12.