El movimiento vital del pensamiento, implica la pregunta inasible
por el sentido de la existencia humana y
por la singularidad de la propia vida. Hasta en el problema
filosófico, sociológico o literario en apariencia más nimio,
habita de un modo más o menos latente, esta interrogación tan
pretenciosa como simple a la vez. Y en su complejidad inherente,
muta y muta sin detenerse, impidiendo a la que piensa ese tranquilizador
gesto de recostarse en verdades inamovibles. La verdad existe
como movimiento incandescente, primigenio y en permanente cambio
en sintonía con la propia esencia de todo lo que es.
El sinsentido
del pensamiento me aterroriza. Y no me refiero al sinsentido
existencial, ese cosquilleo de miedo y de goce simultáneo que
me provoca la oscilación pendular desde lo incognoscible de
la existencia –esa imposibilidad constitutiva de aprehender
las verdades del universo– hacia lo más tangible de nuestra
vida. Eso más bien me desafía a ejercer en su plena potencia
mi capacidad de existir, de sentir y de pensar poniendo a prueba
mi voluntad de trascender lo trivial, que para mi no es lo que
suele llamarse lo “pequeño de la vida”, esos objetos en apariencia
menores. Por el contrario, en una flor, en un rayo de sol o
en la materialidad de un objeto de aspecto intrascendente, es
posible bucear las preguntas más íntimas, más universales y
más conmovedoras que pueda una formularse y que muchas veces
no se visibilizan en la construcción de esos grandes y respetables
objetos, aquellos acerca de los cuales –dicen– sería pertinente
y respetable pensar.
Así, suele
confundirse el pensamiento que nace inspirado por las astillas
de la vida, con el ¿pensamiento? adscrito a la trivialidad en
su costado más banal y estúpido. Ese estado de repetición de
los discursos de otros, esa obligación de fundirse en la marejada
de pensamiento aquietado, sin ningún oleaje de curiosidad fundacional
que provoca una sensación de “falsa seguridad” y crea autómatas
del pensamiento convencidos de la importancia de su movimiento
de repetición mecánica de ideas, palabras y discursos faltos
de cualquier chispazo de esforzada (o no) vitalidad creativa.
El sinsentido
que me preocupa, es aquel que yo asocio con la instrumentalidad
del pensamiento administrado, ese que yo llamaría falso pensamiento
frente al pensamiento verdadero. Y su falsedad no radica en
proponer mentiras o inventos que nada tendrían que ver con la
“realidad”. Su falsedad reside en carecer de cualquier anclaje
en alguna pregunta nacida, transformada o retomada desde algún
resquicio de pasión o de conmoción, por lábil que sea, que atraviese
a la sensibilidad y al intelecto de la que piensa. Si en la
pregunta no titila siquiera algún eco lejano de una duda, una
conmoción previa, una experiencia a ser contrastada o una verdad
construida a medias, la pregunta es apenas una formulación vacía.
El sinsentido productivo e instrumental. Si se pregunta partiendo de una formulación estrictamente correcta, gramaticalmente
correcta, disciplinarmente correcta, se obtendrá una respuesta
en consonancia: correcta y tranquilizadora presta para desparramarse
en los circuitos de circulación administradora de los saberes.
Y así, en la utilización consciente o no de ese recurso, se
disipa el peligro de la aparición fantasmática de aquello que
no puede ser nombrado, que se niega a ser apresado por formulismos,
modos pre- hechos de apretar a las palabras y sus sentidos posibles,
obligándolas a decir, desde la misma formulación de nuestras
dudas, sólo aquello que nos tranquilizaría escuchar.
Hay quienes
dicen que eso es una utopía, ¿acaso no está todo inventado?,
¿acaso no es un valor “demodé” ?, ¿de un siglo XIX
muy lejano a nuestra posmodernidad periférica?; me dicen con
sorna. Pero la originalidad del pensamiento no radica en la
invención de nuevas verdades, de palabras nunca dichas con anterioridad.
No. La originalidad que yo intento ejercer radica en un remitirse
a los orígenes de las preguntas más antiguas que residen en
potencia en cada uno de nosotros, en un abismarse en ellas desde
lo más descarnado de lo que somos. Es un ejercicio constante
de diálogo con otras voces anteriores y contemporáneas, ensanchando
el margen para la formulación de otras dudas. Es un movimiento
ondulatorio y concomitante entre la tradición y la originalidad:
entre el reconocimiento del eco de otras voces que laten con
una fuerza vivificante en mi pensamiento, y la dimensión singular
que inevitablemente le imprimo a partir de lo que soy, de lo
que hago, creo y deseo. Y más aún si de lo que se trata es de
nosotros en tanto sujetos
que vivimos de y en un mundo que se supone el mundo de la circulación
y producción del saber y del pensamiento: el mundo de la academia.
Pero el escalofrío
que me recorre y provoca cierta desazón, no es tanto la frustración
por la falta de “calidad” de mi propio pensamiento, sino el
acrecentamiento de la fisura entre la búsqueda del conocimiento
y ese terreno supuestamente propicio para plasmar ese movimiento de interrogación:
el mundo académico en una de sus versiones: la universidad. El conflicto no es nuevo, pero sí persistente
y de actualidad tangible en el tránsito por las aulas. Si el
saber, el conocimiento, el pensamiento y hasta el “pensamiento
crítico”, pasan a ser apenas productos nomenclados y debidamente
etiquetados, la desesperanza reina. Una de las batallas que
prima, no es la batalla de las “ideas” ni “por la defensa de
las ideas”, sino la batalla por la propia existencia en el campo
académico-administrativo elegido, a partir
de la consiguiente adscripción militante y militarizada
a ciertas ”ideas”. Entonces,
muchas potenciales formulaciones de inquietudes genuinas y de
prometedora voluptuosidad inquisidora, son relegadas
o muertas de indiferencia en función de un hacer obediente.
El hacer desligado al deseo, a la interrogación profunda, al
desmenuzamiento de la duda irreverente e “irrelevante” suele
resistir apenas frente a los embates del saber pertinente y
eficaz, el saber ligado a la repetición, al armado prolijo de
rompecabezas de exquisitas citas legitimadoras o verdades ajadas
de tan manipuladas. Un sofisticado catálogo de estrategias e
instrumentos necesarios de dominar para transitar
ciertos circuitos ligados a la producción de saberes
“científicos”.
Hay cuestiones
que al estar tan introyectadas en nosotros mismos –cuando las
exteriorizamos, las traducimos en palabras y las formulamos
como preguntas– suelen despertar hileras de burlonas sonrisitas
deslegitimadoras. Algo así como la marca de la resignación traducida
en un epíteto fatal: la acusación por la simpleza, “el infantilismo”
o lo utópico del planteo. Algo de esto suele despertar este
tipo de debates traducibles a muchos problemas de la vida social:
el tironeo entre la fuerza de las instituciones –materiales
ellas o en su emplazamiento fantasmático–, operando como fuerza
represiva en el espíritu de la que piensa (en este caso), frente
al desbordamiento de un pensamiento que por su fuerza de interrogación
vital, por la llamarada de fuego que es muerte y vida a la vez,
tendría la potencia de arrasar (o no) con la mediocridad de lo que somos. Y no por medio de la creación
de objetos deslumbrantes o la formulación de ideas innovadoras,
geniales o eruditas, sino simplemente por medio del abismarse
al peligro sutil de formular las preguntas más genuinas –por
más simples que resuenen– asumiendo la responsabilidad de oír
los ecos que sus respuestas provoquen en nuestras vidas singulares
y en las de nuestras instituciones colectivas (del saber).