“Los hombres hacen su propia historia,
pero no la hacena su libre
arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino
bajo
aquellas circunstancias con que se encuentran directamente,
que
existen y les han sido legadas por el pasado”.
Karl Marx, El dieciocho brumario
de Luis Bonaparte
1. Las historias
son muchas. En cada protagonista de aquel proceso anida un relato
personal al respecto. Podría hacerse una narración coral donde
sultano, mengano y fulano cuenten su experiencia. Del Mojupo
(Movimiento de Juventudes Políticas) al Frejupo (Frente Justicialista
Popular), de la primavera alfonsinista al Plan Primavera, del con la democracia se come, se cura y se educa
al salariazo y la revolución productiva. Pero
hete aquí que el proceso, la historia colectiva, es densa, profusa,
y se inscribe en una época mayor, universal. Cómo decirlo, cómo
escapar al relato impresionista o cómo apostar a las impresiones
de una subjetividad que no puede escapar a las sensaciones,
al drama personal, a la sujeción como individuo en una historia
mayor.
2. La hipótesis es
que amplios contingentes, predominantemente de sectores medios
y urbanos –corte casi exclusivamente argentino y constante en
lo que al tema de este artículo se refiere, ya se verá– reingresan
en la militancia política de partidos desde aproximadamente
un tiempo antes de Malvinas hasta fines de los ’80, jalonando
la última experiencia política multitudinaria del siglo XX.
Las historias son muchas, claro. Los grupos de estudio ligados
a referentes intelectuales que se habían quedado en Argentina
durante la dictadura son casos que, en cierto sentido, hicieron
de las catacumbas o los encuentros culturales en instituciones
comunitarias un arte de la resistencia a la censura y la represión.
Pero también las militancias clandestinas urbanas de sectores
trotkystas florecieron en ese intermedio a veces ignorado por
las periodizaciones salvajes que une 1979 con 1981, esto es,
el incipiente deshielo y la apertura del diálogo militar-sindical,
las primeras reuniones públicas de los partidos políticos tradicionales,
las escaramuzas aisladas, los nuevos intentos estudiantiles
en el colegio y la facultad. Los peronistas estaban concentrados,
como siempre, en el sostén y recuperación de las organizaciones
sindicales y en la liberación de dirigentes como Lorenzo Miguel
que, si bien blanqueados, habían estado presos desde 1976, y
no escatimaban en materia de negociaciones con los militares.
Los radicales creían, también como siempre, en el partido, y
pedían cambios políticos como si con eso bastara para remontar
la masacre que acababa de perpetrarse. La ciudad comenzaba a
despertar de una pesadilla, como quien sale del quirófano tras
una operación de cirugía mayor, literalmente. ¿Quedaba algo?
Inscribir el momento en signos mayores, esto es, en lo que iba
sucediendo en los países centrales, parece un exceso de retrospectiva.
¿Alguien suponía, en ese momento, que las políticas ultraliberales
de Margaret Thatcher, el inminente triunfo de Ronald Reagan
en Washington, el retiro norteamericano de los ámbitos multilaterales
ligados al tercer mundo, la entronización como Papa del polaco
Karol Wojtila, la irrupción de Lech Walesa y Solidaridad en
Polonia, el desgaste soviético en Afganistán, todo eso combinado,
concatenado y/o sucesivo, a lo largo de la década que allí empezaba,
desembocaría en el derrumbe de los “socialismos reales” y la
implantación a full del neoliberalismo a escala planetaria?
No. Ni Lorenzo Miguel ni Triaca ni Balbín ni Alende ni los jóvenes
trotkystas de 1981 podían anticiparlo. Sin embargo, la dictadura
produjo un giro que hundió a la Argentina, y definitivamente
la entreveró con los vaivenes políticos mundiales, sumando muerte
a la muerte, fracaso al dolor, y estiércol a la sangre: invadieron
las Islas Malvinas un 2 de abril de 1982 a la madrugada, poniéndose
en pocas horas al cuello –porque las potencias demoraron poco
en reaccionar– a los líderes de aquellos países que comenzaban
a implantar la restauración conservadora. Una bazooka contra
un mosquito, ésa fue la correlación de fuerzas. Claro, no todo
era derecha. También estaba Nicaragua y la revolución sandinista
desde 1979, y un horizonte de cambio renovaba el repertorio
de las izquierdas latinoamericanas, sumándose a la ya polémica
Cuba. El eje Cuba-Nicaragua sería para los ’80 algo así como
Cuba-Venezuela en la actualidad, sólo que el sandinismo no tuvo
el petróleo del caribe venezolano ni Chávez tiene la inyección
asfixiante de la contra que tuvieron Ortega, Ramírez, Borge
y Cardenal a manos de Estados Unidos. El Salvador del Frente
Farabundo Martí, Colombia, la guerrilla y los narcos, el Perú
de Sendero Luminoso y el gobierno aprista de Alan García serían
otros signos políticos de los ‘80.
3. La derrota de
Malvinas, humillación nacional mediante, desplomó a los militares
argentinos, y reabrió el proceso político de una manera poco
calculada por la mayoría de los sectores, lo cual produjo una
coyuntura excepcional que encandiló a más de uno. Algunos datos
al pasar: culturalmente, se sabe que Malvinas catalizó un impulso
al rock nacional algo involuntario que atrajo un vitalismo tardío,
un reverdecer expresivo en la juventud. En una de las últimas
escenas de la película Los chicos de la guerra, los cuatro
protagonistas asisten a un recital de Juan Carlos Baglietto
donde éste canta Tratando de crecer, momento patético
que sin embargo tuvo su productividad de época. En verdad, ese
momento patético, meloso y lánguido, era el fin y no el principio.
Contra la continuidad de muchos que no la quisieron ver, la
cultura de los ’80 asomaba en forma de ruptura con la protesta
y o el baladismo de los ’70: lo nuevo sería Charly y sus clics
modernos (Transas, Bancate ese defecto), algo
de la trova rosarina, Sumo, Spinetta Jade, Los abuelos de la
nada y Virus, y luego Soda Stereo, los Cadillacs, y por último
Los Redondos. Queda pendiente un amplio conjunto de expresiones
de aquellos años. Porque si bien surgió por algún sitio la reivindicación
de Alberto Olmedo como cómico popular, y las prácticas mediáticas
que su perfomance aparejaba, también fueron los años del underground
porteño, de los elencos de los teatros oficiales, de la fusión
folklórica y del extensionismo cultural en barrios desde gobiernos
municipales, universidades y otros ámbitos de la educación.
La visión de
una sociedad quirúrgicamente aterrorizada tuvo sus expositores,
pero el signo dominante fue un optimismo ingenuo hacia la primavera
democrática, una adhesión crítica o con reservas, o bien la
denuncia aislada del estado de cosas desde una tirria justificada
por el silencio que se imponía al pasado inmediato. De hecho,
el pasado surgía bajo la demanda de justicia y no de revisión
crítica, como si en el mismo paso se excluyeran las prácticas
militantes revolucionarias de otrora (tan de moda en la memoria
de estos tiempos) del justo reclamo frente a la barbarie. La
sociedad había sido quirúrgicamente atormentada, pero también
el mundo movilizaba el viento en una dirección opuesta a la
década anterior. Para una sociedad latinoamericana con ciertas
tradiciones ligadas a la modernización, y que salía de la censura
(para poner el mismo ejemplo, también en Los chicos de la
guerra se hace referencia a esas marcas de la generación
Malvinas como el corte de pelo y el uniforme en el colegio,
el debut sexual, la solemnidad provinciana o el atorrantismo
de barrio tan “costumbres argentinas”), la apertura democrática
tuvo más que ver con la revisión de las sexualidades, la explosión
de las industrias culturales ligadas al consumo y el relajamiento
de ciertos límites en los vínculos interpersonales e institucionales.
Ahora bien, las juventudes políticas no reivindicaban tal agenda.
No recuerdo más que referencias vagas a la supuesta densidad
de los valores democráticos, ni en quienes ideológicamente podían
hacerlo ni en quienes podían reinvindicarlo como parte del supuesto
programa oficialista. En tal sentido, los radicales se justificaban
de lo que no sabían, no querían o no podían hacer, y se olvidaban
de defender lo que sí habían sabido, querido o podido hacer.
Toda una declaración de incompetencia. Las juventudes políticas
no eran una sino muchas, y diversas. Nunca hubo, quizás, una
diversidad tan grande en la militancia universitaria, sin tomar
esto como un rasgo en sí mismo positivo. Pero así como la Franja
Morada supo reinar durante años en el nivel universitario con
su estilo atrápalo todo mientras se refugió en la buena estrella
de Alfonsín, y con su vocación por el fraude y la corrupción
cuando el envión primaveral ya no la ayudó, lo cierto es que
las fracciones militantes más originales y cultivadas de la
época fueron los jóvenes intransigentes y los de UPAU, dos partidos
que protagonizaron fenómenos de ascenso bien curiosos en dos
momentos de quiebre de los ’80, que ya veremos.
4. La
militancia progre fue moderna y nac&pop, en versiones que
el culturalismo en boga hizo posible. Descartada la vía insurreccional,
vuelto un fetiche cada acto electoral, los partidos y las estrategias
de acumulación política con vistas a la captación de electores
fueron la piedra de toque. Sindicatos, centros de estudiantes,
legisladores, gobernadores, la sucesión presidencial, toda la
pirámide elegible se sacralizó y hasta se impuso como dogma
que la democracia era un fin y no un medio. El triunfante Alfonsín
de 1983 había tenido dos frases emblemáticas. La primera fue
el recitado del preámbulo, una suerte de poetización constitucional
que le valió un aura de civismo y una fama de demócrata. Pero
la frase fundacional del período democrático fue con la democracia
se come, se cura y se educa, la gran síntesis que subsumía
medios y fines al sistema, una alquimia nada desdeñable aunque
discutible en el país del peronismo proscripto, los golpes militares
y la democracia condicionada. Pero, caray, Alfonsín le había
ganado al peronismo unido por primera vez en la historia, y
éste es otro dato de la cultura política de los ’80. Revisionismo
del PC tras el XVI Congreso, frente de unidad con el Movimiento
al Socialismo. Patricio Etchegaray, Luis Zamora. La Democracia
Cristiana de Augusto Conte, Néstor Vicente y Carlos Auyero.
La renovación peronista y la vuelta de Cafiero, ex ministro
de Economía de Isabel Perón, al ruedo. Los políticos nuevos:
Carlos Grosso, Juan Manuel de la Sota y José Luis Manzano. El
Partido Intransigente fue un punto de encuentro de los ’80 para
ex militantes de los ’70, viejos políticos heredados de los
tiempos de la UCRI y una juventud ligada al movimiento estudiantil
que se moldeaba en el anhelo de una izquierda democrática y
popular, a veces cerca del perfil socialdemócrata de cierto
radicalismo, a veces cerca de las recomposiciones de la juventud
peronista. En el número de noviembre de 1985, en vísperas de
las primeras elecciones legislativas, el mensuario El Porteño (otro emblema de los ’80) traía un editorial de Osvaldo Soriano,
cuyo título es “El derecho a la diferencia”. Allí, Soriano hace
referencia al acontecimiento que divide aguas por izquierda
respecto del gobierno, y que fue el acto en Plaza de Mayo que
culminó con la frase “vamos a una economía de guerra”. Dice:
“No obstante, en el primer año de democracia, el Presidente
–que toleraba el desorden monetario a la espera de una
agudización de las contradicciones entre las grandes potencias-,
parecía dispuesto (o así se lo percibía), si lo apuraban, a
patear el tablero y apoyarse en los sectores populares. Hasta
que algo se quebró la triste noche del 26 de abril, cuando Alfonsín
tendió una celada a la izquierda (que él llamaba ‘paqueta’)
y, a su manera, la echó de la plaza después de convocarla a
la movilización en defensa de la democracia (…) Un mes y medio
más tarde llegaba el Plan Austral, más sutil que el antiguo
y desacreditado discurso de Alsogaray y tan ortodoxo como lo
que quería la derecha que iba a sostenerlo con escasas reservas.
El patético llamado de Alfonsín fue como un directo al corazón
de las mayorías silenciosas”. Y continúa: “Estratégicamente,
fue un duro golpe para la UCD, que apretaba por la derecha,
y para el PI, que desbordaba por la izquierda y soñaba con contar
alrededor del veinte por ciento de los votos”. Más adelante,
Soriano afila el lápiz y describe el campo político: “El peronismo
se alveariza con Cafiero y Grosso, o se asume maligno con Herminio
Iglesias y Saadi aliados con Frondizi y apoyados por los residuos
montoneros. Otros, minoritarios, que rescatan las tradiciones
de lucha, inician el giro a la izquierda integrando el Frente
del Pueblo con los comunistas y el MAS. El PI, después de encandilarse
con las encuestas anteriores al Plan Austral, se recentra aceleradamente
tal como lo anuncia su slogan publicitario, ‘Entre la obsecuencia
(los radicales) y el enfrentamiento (del Frente del Pueblo)”.
Y remata: “A fines de 1985, el único sueño de la clase política
(salvo el de la izquierda bien definida), es el alfonsinismo
con retoques. Cada uno propone el suyo”.
5. La
política de los ’80 tuvo un camino de ida y uno de venida, un
movimiento pendular que en algún momento se hizo camino de dos
direcciones contrarias. Mientras que en las elecciones de 1985,
la tercera fuerza fue el Partido Intransigente de Oscar Alende,
Raúl Rabanaque Caballero y Miguel Monserrat, en las de 1987
fue la Unión de Centro Democrático de Alvaro Alsogaray, su hija,
Adelina D’Alesio de Viola y Federico Clérici. En el medio se
encontraba la híperdebatida transición a la democracia con un
terreno sembrado de avances y retrocesos por el alfonsinismo.
De los procesos por las violaciones de derechos humanos y el
Juicio a las Juntas a las leyes de impunidad. De la economía
de Grinspun al Plan Austral y luego al Primavera. La crisis
de la deuda externa hacía estragos en América Latina desde 1981,
y le ponía un grillete a mediano y largo plazo a los planes
de estabilización, preanunciando las reformas neoliberales que
anidaban en los recurrentes achiques del Estado. Hubo un momento
de epifanía cívica y primaveral, y hubo un momento en que la
democracia fue devorada, y primavera fue la palabra que
designó un plan económico. En el medio sucedió la Semana Santa
de 1987, en que el presidente se hizo cargo de la representatividad (otro artículo de la Constitución que venía tras el preámbulo,
y que decía, dice, que el pueblo no delibera ni gobierna
sino a través de sus representantes). Fue cuando pidió que
lo esperaran en la plaza (la plaza del 25 de mayo, la plaza
de Perón, la plaza de las Madres), que él se encargaría de arreglar personalmente el entuerto con Rico y unos impresentables
con las caras pintadas. Y fue cuando volvió que el hombre dijo,
para la posteridad, Felices Pascuas, la casa está en orden.
Acaso fue un acto de moderación política, acaso se sustrajo
al derramamiento de sangre, o, si se quiere, fue una negociación
espuria, una agachada más de Alfonsín. Pero sobre todo fue el
final de la militancia. “Cuando bajó el telón de esa movilización
histórica, había terminado el último gran acto de esta forma
de escenificación de la política hasta el presente”, escribió
Oscar Landi en 1992, reseñando el pasaje a la videopolítica,
la política en la tele o los televotantes. Ya no era necesaria
la militancia política, no. No era crucial, no era decisiva.
No importaba cuántos simpatizantes (tal vez para llenar un estadio,
cada vez menos) aunque sí cuántos afiliados y, llegado el caso,
cuántos votos (en los ’90, el financiamiento estatal de los
partidos tomó como unidad mínima tanto pesos por tantos votos).
Locales, agrupaciones, partidos, sí. Militantes, no. Ni debates
ni asambleas. Afiches, spots, encuestas. Alfonsín fue Perón,
pero no el de 1945 sino el de 1955, sólo que éste último escapó
y fue proscripto, y Alfonsín se quedó y dio la cara, y se apagó,
se mutiló, se rompió como político en nombre de la democracia.
Desde entonces, su ambición también fue política y constitucional:
entregarle la banda a otro presidente civil. Y fue un objetivo
claramente democrático, sólo que le quedaban dos años
y medio de mandato. Y Menem le ganó a Cafiero y luego a Angeloz.
Y se alió con Alsogaray, que había salido tercero. Pero antes
vino el viernes negro de la CGT, otros levantamientos carapintadas,
los cortes de luz y el asalto a La Tablada. Híperinflación,
saqueos, híperinflación.
6. Pocos
años después presencié una reunión de jóvenes políticos (ya
no militantes) que nunca dejó de asombrarme. Era el verano de
1991, y participaba de una ambiciosa publicación de la FUBA
que ambicionaba cierto profesionalismo y una inusual pluralidad.
Era en el departamento de un prominente militante de Franja
Morada. El encuentro de redacción había terminado y lo que seguía
a continuación era, vista desde hoy, una reunión de negocios
con ex militantes de la FJC ahora dedicados a la comunicación
en medios alternativos. La charla era muy relajada, amistosa,
incluso hubo pizzas y cervezas de por medio. Había un ánimo
de encarar proyectos, seguramente ligados a la cultura. No sé
si el registro era el cinismo aunque sí un pragmatismo ácido.
Era claro que la militancia, tal como los presentes la habíamos
conocido desde Malvinas (o un poco antes) hasta mediados de
los ’80 (cada cual pone aquí la fecha de término) ya no existía.
No había “bases” a las que responder ni “retaguardias” que cubrir,
salvo el “arriba” y el “abajo” de cada uno. Pero lo más revelador
llegó cuando uno de los ex Fede contó su viaje al congreso internacional
de la unión de juventudes por el socialismo, que se había hecho
en Pekín, poco después de la masacre de la Plaza Tiananmén.
No estoy seguro de este dato, porque el episodio que relató
había ocurrido a mediados de 1989 y había pasado más de un año
y medio. Pero lo cierto es que había estado allí o poco después,
y lo único que entendió había sido por boca de las delegaciones
de Cuba y Nicaragua, que hablaban español. Ellos tampoco podían
comprender lo sucedido: las tropas del gobierno comunista asesinando
centenares de jóvenes universitarios en las calles de Pekín.
En palabras de Hosbawm: “Entre agosto de 1989 y el final de
ese mismo año el poder comunista abdicó o dejó de existir en
Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la República
Democrática Alemana sería muy pronto anexionada por la Alemania
Occidental; en Yugoslavia estallaría pronto una guerra civil”.
Y agrega: “Cuando el movimiento por la liberalización y la democracia
se extendió desde la Unión Soviética hasta China, el gobierno
de Pekín decidió (…) tras algunas dudas y lacerantes desacuerdos
internos, restablecer su autoridad con la mayor claridad, mediante
lo que Napoleón –que también empleó el ejército para reprimir
la agitación social durante la revolución francesa– llamaba
‘un poco de metralla’”. Poco después caía el Muro de Berlín,
terminaba el breve siglo XX y la madre del protagonista de Good
bye, Lenin entraba en un sueño refractario que sólo el hijo
quiso sostener, cuando al despertar le seguía hablando de la
Alemania democrática y de cómo los occidentales se desesperaban
por entrar en la parte Este de la ciudad. La única relación
explícita con Argentina que hay en la película es, claro, cuando
nuestro país juega en junio con Alemania (selección unificada)
la final del mundial Italia ’90, y que nosotros recordamos por
el réferi Codesal que nos cobró un penal en los últimos minutos.
Y que perdimos. Por lo demás, el verano de 1991 en Buenos Aires
era el tiempo del Swiftgate y el Plan Bonex. El 1° de abril,
Domingo Cavallo lanzó la Convertibilidad. De los presentes en
aquella reunión de la FUBA, en la década que allí empezaba muchos
fueron expectantes dirigentes (gerentes, no militantes) políticos,
creativos publicitarios, guionistas de cine y productores de
eventos artísticos y de la TV. Por mi parte, tenía 19 años y
mucha confusión. Aunque quería ser escritor. Hace poco, un amigo
que tuvo militancia en los ’80 me dijo que las cosas tuvieron
sentido entre 1981 y 1985. Después, cada uno eligió por sí y
para sí. Había que disfrutar de la vida, coger mucho. Pero en
los ’80, coger también tuvo un precio alto. Y se moría por eso.