El fin de la militancia
Gabriel D. Lerman

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacena su libre
arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo
aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que
existen y les han sido legadas por el pasado”.

Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte


1. Las historias son muchas. En cada protagonista de aquel proceso anida un relato personal al respecto. Podría hacerse una narración coral donde sultano, mengano y fulano cuenten su experiencia. Del Mojupo (Movimiento de Juventudes Políticas) al Frejupo (Frente Justicialista Popular), de la primavera alfonsinista al Plan Primavera, del con la democracia se come, se cura y se educa al salariazo y la revolución productiva. Pero hete aquí que el proceso, la historia colectiva, es densa, profusa, y se inscribe en una época mayor, universal. Cómo decirlo, cómo escapar al relato impresionista o cómo apostar a las impresiones de una subjetividad que no puede escapar a las sensaciones, al drama personal, a la sujeción como individuo en una historia mayor.

2. La hipótesis es que amplios contingentes, predominantemente de sectores medios y urbanos –corte casi exclusivamente argentino y constante en lo que al tema de este artículo se refiere, ya se verá– reingresan en la militancia política de partidos desde aproximadamente un tiempo antes de Malvinas hasta fines de los ’80, jalonando la última experiencia política multitudinaria del siglo XX. Las historias son muchas, claro. Los grupos de estudio ligados a referentes intelectuales que se habían quedado en Argentina durante la dictadura son casos que, en cierto sentido, hicieron de las catacumbas o los encuentros culturales en instituciones comunitarias un arte de la resistencia a la censura y la represión. Pero también las militancias clandestinas urbanas de sectores trotkystas florecieron en ese intermedio a veces ignorado por las periodizaciones salvajes que une 1979 con 1981, esto es, el incipiente deshielo y la apertura del diálogo militar-sindical, las primeras reuniones públicas de los partidos políticos tradicionales, las escaramuzas aisladas, los nuevos intentos estudiantiles en el colegio y la facultad. Los peronistas estaban concentrados, como siempre, en el sostén y recuperación de las organizaciones sindicales y en la liberación de dirigentes como Lorenzo Miguel que, si bien blanqueados, habían estado presos desde 1976, y no escatimaban en materia de negociaciones con los militares. Los radicales creían, también como siempre, en el partido, y pedían cambios políticos como si con eso bastara para remontar la masacre que acababa de perpetrarse. La ciudad comenzaba a despertar de una pesadilla, como quien sale del quirófano tras una operación de cirugía mayor, literalmente. ¿Quedaba algo? Inscribir el momento en signos mayores, esto es, en lo que iba sucediendo en los países centrales, parece un exceso de retrospectiva. ¿Alguien suponía, en ese momento, que las políticas ultraliberales de Margaret Thatcher, el inminente triunfo de Ronald Reagan en Washington, el retiro norteamericano de los ámbitos multilaterales ligados al tercer mundo, la entronización como Papa del polaco Karol Wojtila, la irrupción de Lech Walesa y Solidaridad en Polonia, el desgaste soviético en Afganistán, todo eso combinado, concatenado y/o sucesivo, a lo largo de la década que allí empezaba, desembocaría en el derrumbe de los “socialismos reales” y la implantación a full del neoliberalismo a escala planetaria? No. Ni Lorenzo Miguel ni Triaca ni Balbín ni Alende ni los jóvenes trotkystas de 1981 podían anticiparlo. Sin embargo, la dictadura produjo un giro que hundió a la Argentina, y definitivamente la entreveró con los vaivenes políticos mundiales, sumando muerte a la muerte, fracaso al dolor, y estiércol a la sangre: invadieron las Islas Malvinas un 2 de abril de 1982 a la madrugada, poniéndose en pocas horas al cuello –porque las potencias demoraron poco en reaccionar– a los líderes de aquellos países que comenzaban a implantar la restauración conservadora. Una bazooka contra un mosquito, ésa fue la correlación de fuerzas. Claro, no todo era derecha. También estaba Nicaragua y la revolución sandinista desde 1979, y un horizonte de cambio renovaba el repertorio de las izquierdas latinoamericanas, sumándose a la ya polémica Cuba. El eje Cuba-Nicaragua sería para los ’80 algo así como Cuba-Venezuela en la actualidad, sólo que el sandinismo no tuvo el petróleo del caribe venezolano ni Chávez tiene la inyección asfixiante de la contra que tuvieron Ortega, Ramírez, Borge y Cardenal a manos de Estados Unidos. El Salvador del Frente Farabundo Martí, Colombia, la guerrilla y los narcos, el Perú de Sendero Luminoso y el gobierno aprista de Alan García serían otros signos políticos de los ‘80.

3. La derrota de Malvinas, humillación nacional mediante, desplomó a los militares argentinos, y reabrió el proceso político de una manera poco calculada por la mayoría de los sectores, lo cual produjo una coyuntura excepcional que encandiló a más de uno. Algunos datos al pasar: culturalmente, se sabe que Malvinas catalizó un impulso al rock nacional algo involuntario que atrajo un vitalismo tardío, un reverdecer expresivo en la juventud. En una de las últimas escenas de la película Los chicos de la guerra, los cuatro protagonistas asisten a un recital de Juan Carlos Baglietto donde éste canta Tratando de crecer, momento patético que sin embargo tuvo su productividad de época. En verdad, ese momento patético, meloso y lánguido, era el fin y no el principio. Contra la continuidad de muchos que no la quisieron ver, la cultura de los ’80 asomaba en forma de ruptura con la protesta y o el baladismo de los ’70: lo nuevo sería Charly y sus clics modernos (Transas, Bancate ese defecto), algo de la trova rosarina, Sumo, Spinetta Jade, Los abuelos de la nada y Virus, y luego Soda Stereo, los Cadillacs, y por último Los Redondos. Queda pendiente un amplio conjunto de expresiones de aquellos años. Porque si bien surgió por algún sitio la reivindicación de Alberto Olmedo como cómico popular, y las prácticas mediáticas que su perfomance aparejaba, también fueron los años del underground porteño, de los elencos de los teatros oficiales, de la fusión folklórica y del extensionismo cultural en barrios desde gobiernos municipales, universidades y otros ámbitos de la educación.
         La visión de una sociedad quirúrgicamente aterrorizada tuvo sus expositores, pero el signo dominante fue un optimismo ingenuo hacia la primavera democrática, una adhesión crítica o con reservas, o bien la denuncia aislada del estado de cosas desde una tirria justificada por el silencio que se imponía al pasado inmediato. De hecho, el pasado surgía bajo la demanda de justicia y no de revisión crítica, como si en el mismo paso se excluyeran las prácticas militantes revolucionarias de otrora (tan de moda en la memoria de estos tiempos) del justo reclamo frente a la barbarie. La sociedad había sido quirúrgicamente atormentada, pero también el mundo movilizaba el viento en una dirección opuesta a la década anterior. Para una sociedad latinoamericana con ciertas tradiciones ligadas a la modernización, y que salía de la censura (para poner el mismo ejemplo, también en Los chicos de la guerra se hace referencia a esas marcas de la generación Malvinas como el corte de pelo y el uniforme en el colegio, el debut sexual, la solemnidad provinciana o el atorrantismo de barrio tan “costumbres argentinas”), la apertura democrática tuvo más que ver con la revisión de las sexualidades, la explosión de las industrias culturales ligadas al consumo y el relajamiento de ciertos límites en los vínculos interpersonales e institucionales. Ahora bien, las juventudes políticas no reivindicaban tal agenda. No recuerdo más que referencias vagas a la supuesta densidad de los valores democráticos, ni en quienes ideológicamente podían hacerlo ni en quienes podían reinvindicarlo como parte del supuesto programa oficialista. En tal sentido, los radicales se justificaban de lo que no sabían, no querían o no podían hacer, y se olvidaban de defender lo que sí habían sabido, querido o podido hacer. Toda una declaración de incompetencia. Las juventudes políticas no eran una sino muchas, y diversas. Nunca hubo, quizás, una diversidad tan grande en la militancia universitaria, sin tomar esto como un rasgo en sí mismo positivo. Pero así como la Franja Morada supo reinar durante años en el nivel universitario con su estilo atrápalo todo mientras se refugió en la buena estrella de Alfonsín, y con su vocación por el fraude y la corrupción cuando el envión primaveral ya no la ayudó, lo cierto es que las fracciones militantes más originales y cultivadas de la época fueron los jóvenes intransigentes y los de UPAU, dos partidos que protagonizaron fenómenos de ascenso bien curiosos en dos momentos de quiebre de los ’80, que ya veremos.

4. La militancia progre fue moderna y nac&pop, en versiones que el culturalismo en boga hizo posible. Descartada la vía insurreccional, vuelto un fetiche cada acto electoral, los partidos y las estrategias de acumulación política con vistas a la captación de electores fueron la piedra de toque. Sindicatos, centros de estudiantes, legisladores, gobernadores, la sucesión presidencial, toda la pirámide elegible se sacralizó y hasta se impuso como dogma que la democracia era un fin y no un medio. El triunfante Alfonsín de 1983 había tenido dos frases emblemáticas. La primera fue el recitado del preámbulo, una suerte de poetización constitucional que le valió un aura de civismo y una fama de demócrata. Pero la frase fundacional del período democrático fue con la democracia se come, se cura y se educa, la gran síntesis que subsumía medios y fines al sistema, una alquimia nada desdeñable aunque discutible en el país del peronismo proscripto, los golpes militares y la democracia condicionada. Pero, caray, Alfonsín le había ganado al peronismo unido por primera vez en la historia, y éste es otro dato de la cultura política de los ’80. Revisionismo del PC tras el XVI Congreso, frente de unidad con el Movimiento al Socialismo. Patricio Etchegaray, Luis Zamora. La Democracia Cristiana de Augusto Conte, Néstor Vicente y Carlos Auyero. La renovación peronista y la vuelta de Cafiero, ex ministro de Economía de Isabel Perón, al ruedo. Los políticos nuevos: Carlos Grosso, Juan Manuel de la Sota y José Luis Manzano. El Partido Intransigente fue un punto de encuentro de los ’80 para ex militantes de los ’70, viejos políticos heredados de los tiempos de la UCRI y una juventud ligada al movimiento estudiantil que se moldeaba en el anhelo de una izquierda democrática y popular, a veces cerca del perfil socialdemócrata de cierto radicalismo, a veces cerca de las recomposiciones de la juventud peronista. En el número de noviembre de 1985, en vísperas de las primeras elecciones legislativas, el mensuario El Porteño (otro emblema de los ’80) traía un editorial de Osvaldo Soriano, cuyo título es “El derecho a la diferencia”. Allí, Soriano hace referencia al acontecimiento que divide aguas por izquierda respecto del gobierno, y que fue el acto en Plaza de Mayo que culminó con la frase “vamos a una economía de guerra”. Dice: “No obstante, en el primer año de democracia, el Presidente  –que toleraba el desorden monetario a la espera de una agudización de las contradicciones entre las grandes potencias-, parecía dispuesto (o así se lo percibía), si lo apuraban, a patear el tablero y apoyarse en los sectores populares. Hasta que algo se quebró la triste noche del 26 de abril, cuando Alfonsín tendió una celada a la izquierda (que él llamaba ‘paqueta’) y, a su manera, la echó de la plaza después de convocarla a la movilización en defensa de la democracia (…) Un mes y medio más tarde llegaba el Plan Austral, más sutil que el antiguo y desacreditado discurso de Alsogaray y tan ortodoxo como lo que quería la derecha que iba a sostenerlo con escasas reservas. El patético llamado de Alfonsín fue como un directo al corazón de las mayorías silenciosas”. Y continúa: “Estratégicamente, fue un duro golpe para la UCD, que apretaba por la derecha, y para el PI, que desbordaba por la izquierda y soñaba con contar alrededor del veinte por ciento de los votos”. Más adelante, Soriano afila el lápiz y describe el campo político: “El peronismo se alveariza con Cafiero y Grosso, o se asume maligno con Herminio Iglesias y Saadi aliados con Frondizi y apoyados por los residuos montoneros. Otros, minoritarios, que rescatan las tradiciones de lucha, inician el giro a la izquierda integrando el Frente del Pueblo con los comunistas y el MAS. El PI, después de encandilarse con las encuestas anteriores al Plan Austral, se recentra aceleradamente tal como lo anuncia su slogan publicitario, ‘Entre la obsecuencia (los radicales) y el enfrentamiento (del Frente del Pueblo)”. Y remata: “A fines de 1985, el único sueño de la clase política (salvo el de la izquierda bien definida), es el alfonsinismo con retoques. Cada uno propone el suyo”.

5. La política de los ’80 tuvo un camino de ida y uno de venida, un movimiento pendular que en algún momento se hizo camino de dos direcciones contrarias. Mientras que en las elecciones de 1985, la tercera fuerza fue el Partido Intransigente de Oscar Alende, Raúl Rabanaque Caballero y Miguel Monserrat, en las de 1987 fue la Unión de Centro Democrático de Alvaro Alsogaray, su hija, Adelina D’Alesio de Viola y Federico Clérici. En el medio se encontraba la híperdebatida transición a la democracia con un terreno sembrado de avances y retrocesos por el alfonsinismo. De los procesos por las violaciones de derechos humanos y el Juicio a las Juntas a las leyes de impunidad. De la economía de Grinspun al Plan Austral y luego al Primavera. La crisis de la deuda externa hacía estragos en América Latina desde 1981, y le ponía un grillete a mediano y largo plazo a los planes de estabilización, preanunciando las reformas neoliberales que anidaban en los recurrentes achiques del Estado. Hubo un momento de epifanía cívica y primaveral, y hubo un momento en que la democracia fue devorada, y primavera fue la palabra que designó un plan económico. En el medio sucedió la Semana Santa de 1987, en que el presidente se hizo cargo de la representatividad (otro artículo de la Constitución que venía tras el preámbulo, y que decía, dice, que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes). Fue cuando pidió que lo esperaran en la plaza (la plaza del 25 de mayo, la plaza de Perón, la plaza de las Madres), que él se encargaría de arreglar personalmente el entuerto con Rico y unos impresentables con las caras pintadas. Y fue cuando volvió que el hombre dijo, para la posteridad, Felices Pascuas, la casa está en orden. Acaso fue un acto de moderación política, acaso se sustrajo al derramamiento de sangre, o, si se quiere, fue una negociación espuria, una agachada más de Alfonsín. Pero sobre todo fue el final de la militancia. “Cuando bajó el telón de esa movilización histórica, había terminado el último gran acto de esta forma de escenificación de la política hasta el presente”, escribió Oscar Landi en 1992, reseñando el pasaje a la videopolítica, la política en la tele o los televotantes. Ya no era necesaria la militancia política, no. No era crucial, no era decisiva. No importaba cuántos simpatizantes (tal vez para llenar un estadio, cada vez menos) aunque sí cuántos afiliados y, llegado el caso, cuántos votos (en los ’90, el financiamiento estatal de los partidos tomó como unidad mínima tanto pesos por tantos votos). Locales, agrupaciones, partidos, sí. Militantes, no. Ni debates ni asambleas. Afiches, spots, encuestas. Alfonsín fue Perón, pero no el de 1945 sino el de 1955, sólo que éste último escapó y fue proscripto, y Alfonsín se quedó y dio la cara, y se apagó, se mutiló, se rompió como político en nombre de la democracia. Desde entonces, su ambición también fue política y constitucional: entregarle la banda a otro presidente civil. Y fue un objetivo claramente democrático, sólo que le quedaban dos años y medio de mandato. Y Menem le ganó a Cafiero y luego a Angeloz. Y se alió con Alsogaray, que había salido tercero. Pero antes vino el viernes negro de la CGT, otros levantamientos carapintadas, los cortes de luz y el asalto a La Tablada. Híperinflación, saqueos, híperinflación.

6. Pocos años después presencié una reunión de jóvenes políticos (ya no militantes) que nunca dejó de asombrarme. Era el verano de 1991, y participaba de una ambiciosa publicación de la FUBA que ambicionaba cierto profesionalismo y una inusual pluralidad. Era en el departamento de un prominente militante de Franja Morada. El encuentro de redacción había terminado y lo que seguía a continuación era, vista desde hoy, una reunión de negocios con ex militantes de la FJC ahora dedicados a la comunicación en medios alternativos. La charla era muy relajada, amistosa, incluso hubo pizzas y cervezas de por medio. Había un ánimo de encarar proyectos, seguramente ligados a la cultura. No sé si el registro era el cinismo aunque sí un pragmatismo ácido. Era claro que la militancia, tal como los presentes la habíamos conocido desde Malvinas (o un poco antes) hasta mediados de los ’80 (cada cual pone aquí la fecha de término) ya no existía. No había “bases” a las que responder ni “retaguardias” que cubrir, salvo el “arriba” y el “abajo” de cada uno. Pero lo más revelador llegó cuando uno de los ex Fede contó su viaje al congreso internacional de la unión de juventudes por el socialismo, que se había hecho en Pekín, poco después de la masacre de la Plaza Tiananmén. No estoy seguro de este dato, porque el episodio que relató había ocurrido a mediados de 1989 y había pasado más de un año y medio. Pero lo cierto es que había estado allí o poco después, y lo único que entendió había sido por boca de las delegaciones de Cuba y Nicaragua, que hablaban español. Ellos tampoco podían comprender lo sucedido: las tropas del gobierno comunista asesinando centenares de jóvenes universitarios en las calles de Pekín. En palabras de Hosbawm: “Entre agosto de 1989 y el final de ese mismo año el poder comunista abdicó o dejó de existir en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la República Democrática Alemana sería muy pronto anexionada por la Alemania Occidental; en Yugoslavia estallaría pronto una guerra civil”. Y agrega: “Cuando el movimiento por la liberalización y la democracia se extendió desde la Unión Soviética hasta China, el gobierno de Pekín decidió (…) tras algunas dudas y lacerantes desacuerdos internos, restablecer su autoridad con la mayor claridad, mediante lo que Napoleón –que también empleó el ejército para reprimir la agitación social durante la revolución francesa– llamaba ‘un poco de metralla’”. Poco después caía el Muro de Berlín, terminaba el breve siglo XX y la madre del protagonista de Good bye, Lenin entraba en un sueño refractario que sólo el hijo quiso sostener, cuando al despertar le seguía hablando de la Alemania democrática y de cómo los occidentales se desesperaban por entrar en la parte Este de la ciudad. La única relación explícita con Argentina que hay en la película es, claro, cuando nuestro país juega en junio con Alemania (selección unificada) la final del mundial Italia ’90, y que nosotros recordamos por el réferi Codesal que nos cobró un penal en los últimos minutos. Y que perdimos. Por lo demás, el verano de 1991 en Buenos Aires era el tiempo del Swiftgate y el Plan Bonex. El 1° de abril, Domingo Cavallo lanzó la Convertibilidad. De los presentes en aquella reunión de la FUBA, en la década que allí empezaba muchos fueron expectantes dirigentes (gerentes, no militantes) políticos, creativos publicitarios, guionistas de cine y productores de eventos artísticos y de la TV. Por mi parte, tenía 19 años y mucha confusión. Aunque quería ser escritor. Hace poco, un amigo que tuvo militancia en los ’80 me dijo que las cosas tuvieron sentido entre 1981 y 1985. Después, cada uno eligió por sí y para sí. Había que disfrutar de la vida, coger mucho. Pero en los ’80, coger también tuvo un precio alto. Y se moría por eso.