Motto:
¿Por qué no hacer una retórica de la Revolución?
Nota
previa
Lo que sigue no intenta ser, desde luego, una aportación
teórica a la Revolución. Se inscribe, más bien, en una reflexión
personal y directa sobre lo vivido. Al mismo tiempo se sugieren,
de manera vaga, ciertos aspectos necesarios para no perder de
vista lo que debe significar un concepto de Revolución que no
se ahogue en sí mismo. Por eso las propuestas tienen más de
recordatorio que de análisis pormenorizado. Por supuesto que
hubiera sido interesante haber dicho algo sobre la Revolución
de las costumbres o sobre la Revolución en la vida cotidiana.
Pero es éste un tema por sí mismo que el buen lector sabrá intercalar
sin duda en el texto que entrego. Creo que fue Bourdieu quien
dijo que se había convertido en un izquierdista triste. Por
mi parte prefiero ser melancólico. La melancolía, como indicó
Freud, va más allá de los hechos y se recrea en imágenes más
apegadas a nuestros deseos que a la realidad. Pienso que tales
deseos son inseparables de una idea de Revolución que no sea
de libro o tan realista que acabe como el poder al que dice
combatir. Con ese espíritu comienzo este breve artículo.
Cuando pienso en
mi idea de revolución, y muy especialmente la que coincide con
la década que va del final de los sesenta a mediados de los
setenta, no puedo menos que volverme a mi interior y analizar
allí lo que conceptualmente me sucedía. Creo que encuentro,
hoy, una semejanza entre la revolución y la teología; semejanza
que explica en parte los fracasos y en parte la permanencia
de la idea de revolución.
Hay conceptos
o semiconceptos con una enorme carga emotiva. Un término cargado
de emoción es, por ejemplo, Dios. Como lo es Democracia. Cuando
se usan tales términos el individuo cree erróneamente que ha
atrapado una idea clara. Dicha idea, por el contrario, está
hecha de retazos, con muchas aristas y llena de agujeros. Pero
una emoción profunda encadena los fragmentos dispersos, formando
así una aparente unidad. Se me objetará que no es lo mismo Dios
que Democracia. Efectivamente, no lo es. Dios es una extraña
ficción, concebida para aliviar nuestros males, mientras que
la democracia es una construcción racional humana que se muestra
empíricamente. Aun así, las paradojas e insuficiencias de la
democracia son tan evidentes y han sido tan probadas que necio
sería aceptarla como se acepta una ley de la naturaleza. El
concepto de revolución, más claro que el de Dios y tal vez más
oscuro que el de democracia, parecía asentarse en un profundo
sentimiento que soldaba todas las partes inconexas. Por eso,
los que en el tiempo citado hablábamos de la revolución, teníamos
una idea muy oscura de ella, por muy revestida que estuviera
de emociones. O, expuesto de otra forma, el concepto consistía
en un vago fin, cercano o lejano según los temperamentos,
al que había que aproximarse, mientras que en lo que atañe a
los medios el caos era casi total. La emoción o el sentimiento
mediaban entonces para que quedaran enlazados el fin y los medios.
Sabemos que los fines, como, por ejemplo, la felicidad, son
más fáciles de compartir por todos. Nos diferenciamos los humanos,
sin embargo, en los medios. Pues bien, si nuestro difuso fin
era la consecución de una sociedad sin clases y liberada del
pecado capitalista, su concreción y sus adecuados medios eran
mínimos. De ahí, repito, que el fervor, el deseo y una necesidad
presentida mediaran para que el fin no se desdibujara del todo.
Y esto se parece, obviamente, a la teología.
La teología
es la ciencia de Dios. Bakunin, no sin gracia, la llamó la ciencia
del absurdo. El término Dios funciona como una referencia
última que varía según culturas. Desde un punto de vista conceptual
es sumamente inestable. Pero reúne un conjunto de anhelos, de
deseos, de recompensas y de, en suma, cumplimiento de felicidad.
Los medios para lograrlo dividen a las distintas iglesias. Todas
se consideran las medianeras para alcanzar el momento escatológico
y el final absoluto. Volviendo al lenguaje de los fines y los
medios. Dios aparece como algo vago, último, misterioso y que,
alcanzado, revelará todos los bienes y venturas. Los medios,
por el contrario, son tantos y tan variados como religiones
y ficciones existen en este mundo.
Exagerado sería
concluir que la revolución
en la que pensábamos era del todo semejante a lo que
acabo de decir acerca de Dios. Creo, sin embargo, que las semejanzas
son de importancia y que ignorarlas es entrar en la propia oscuridad
respecto a los que desde una izquierda revolucionaria intentábamos
actuar políticamente. Y creo igualmente que el defecto radical
de aquellos días consistió en no tener ni siquiera medianamente
claro cuál era el concepto último de revolución, cuál era el
medio apropiado y hasta qué punto las emociones suplían nuestra
ignorancia. Es éste el drama de la revolución incumplida o traicionada.
Es ésta la razón de por qué muchos llamados revolucionarios
ocupan hoy los puestos más reaccionarios, se mofan de su pasado
o lo interpretan a su antojo. Y es ésta la razón de que no hayamos
sabido progresar en el terreno de la emancipación, de la conquista
real de los bienes materiales e intelectuales que una auténtica
revolución promete.
He hablado
de auténtica revolución. Efectivamente, es el momento de exponer
qué es lo que tendría sentido en nuestros días como auténtica
revolución. Es eso lo que voy a confesar –puesto que tiene aire
de confesión– a continuación. Se trata de un concepto mínimo de revolución que, por un lado, no se aparte demasiado de lo
que en otro tiempo deseamos y, por otro, tenga la viabilidad
suficiente como para no caer en el campo de la fantasía. O,
si se quiere, de un mero recordatorio. Y no es ni mucho menos
un intento de imitación a tesis sobre la historia de la revolución
tal y como nos lo entregó, por ejemplo, Walter Benjamin. Sería,
como mínimo, una pedantería.
Un primer paso
consiste en una autocrítica profunda. Mucho más profunda
de lo que acabo de esbozar en las líneas que anteceden. Autocrítica
que no tiene por qué ser negación o total arrepentimiento de
lo que fuimos. La autocrítica debe comenzar por situar y analizar
lo que nos traíamos entre manos. Y concluir que casi todo era
a medias, cogido por los pelos, confiando en el azar, en la
necesidad histórica, en algún buen militante y en los supuestos
errores del enemigo.
Un segundo
paso quiere recuperar la idea de resistencia. Cuando
las cosas no están claras, no hay más remedio que pasar por
una noche oscura, de reflexión y de lejanía respecto a aquello
que no va a aportarnos sino más oscuridad. Dicho de otra manera,
no se puede conceder al sistema de poder nada que destruya el
cambio radical que quiere la revolución. El entrismo, el pragmatismo
sin límites, la buena vida como expediente de progreso son incompatibles
con la recuperación de la auténtica revolución. Por cierto,
es el punto en donde tendríamos que volver a entroncar el marxismo
y el pensamiento libertario.
Un tercer paso
tiene que ver con la rebelión. La noción de rebelión
suele ser descartada del proceso revolucionario por anarquizante
y subjetiva. Y no tiene por qué ser así. De la misma manera
que objetivar es necesario a la hora de enfrentarse con el mundo,
desarrollar los aspectos singulares de cada uno de los individuos
es esencial si no queremos perdernos en pseudociencia. Ser un
revolucionario auténtico comienza por desobedecer, no aceptar
lo que no se cree, desconfiar de las grandes consignas y, cosa
fundamental, saber perder. El rebelde –Camus nos lo dejó escrito
espléndidamente– no está dispuesto a ganar a cualquier precio,
no dimite nunca de sí mismo y transforma el mundo transformándose
a sí mismo. Es probable que un revolucionario de hoy no tenga
más remedio que atrincherarse en la rebeldía; a riesgo de que
le llamen de todo o le confundan con lo que no es. No convendría
olvidar las palabras de Nietzsche: “Lo profundo ama la máscara”.
En cuarto lugar,
y se sigue de lo anterior, el revolucionario, que no lo es por
profesión sino por convicción, es ecléctico. Se ha dicho
que el eclecticismo es cobardía o defunción del pensamiento.
Y eso no es, sin más, verdad. El revolucionario de nuestros
días está obligado a beber de las experiencias plurales de la
antiglobalización, de los movimientos autónomos, de los análisis
independientes sobre la economía o de la psicología de la gente.
Este último punto es esencial. Porque los revolucionarios de
mi generación pensaron, idealmente, en un pueblo que, compacto,
aceptaría los bienes de la revolución. Y no es verdad. La gente,
por encima de todo, es cómplice con quien manda en cuanto mejora
mínimamente su situación social aunque para ello tenga que traicionar
lo que más dice querer.
Finalmente
la revolución exige un componente moral especial. El
revolucionario rebelde no debe renunciar, ocurra lo que ocurra,
a algunos principios. En caso contrario actuará de manera formalmente
idéntica a aquello a lo que combate. Naturalmente que no todo
el mundo desea ser moral. Y es ése el drama de los que aman
la revolución. Que no se puede imponer a nadie. En su mano está,
desde luego, saber motivar. Y eso supone una pedagogía de la
que los revolucionarios, al menos los de mi tiempo, carecieron.
La conclusión es
que tal vez no consigamos nunca la auténtica revolución. O que
se expresa mejor en metáforas como las de aquel filósofo francés
para el que la revolución es “la imposibilidad de ser feliz
sin los demás” que en viejas fórmulas difícilmente recuperables.
Todavía más. La revolución, en tanto es un movimiento utópico
(y hasta ingenuo) que si gana lo hará contra pronóstico, se
fija más en la música que en la letra. Cada uno conocerá cuál
es la música que le ha tocado vivir. Desde mi país estoy convencido
de que la semilla de la revolución únicamente dará algún fruto
si no nos empeñamos en desvelar lo que sabiamente Chomsky llama lo tácito, lo que no se toca, los tabúes en los que se
basa lo que después se llama democracia. No hace falta mucha
imaginación para saber a qué me estoy refiriendo. Naturalmente
que así se pasa por una noche oscura. Pero en esa oscuridad
no sólo puede florecer el futuro sino que se hacen claros los
errores del pasado. La revolución en el corazón es la garantía
de que algún día exista en la realidad. Y en este punto la revolución
se parece a Dios. Porque Dios no es sino el deseo de descansar,
de ser acogido, de una salvación universal. Los que no creemos
en ese Dios no hemos dimitido, sin embargo, de añorar una humanidad
más justa y feliz. Humanidad que no es, desde luego, la que
nos toca vivir.
Madrid,
agosto de 2001
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