Sartre camina hacia Fanon
Nicolas Casullo
Cuando Rousseau ya anciano releyó su Contrato Social,
según Sartre el acontecimiento literario fue la
conciencia del ginebrino de que no podría haberlo escrito en ese nuevo presente
ni en ningún otro tiempo, aunque siguiesen coincidiendo ideas, oficio y autor
para tal obra. La literatura es, en cada ocasión, un silencio roto una única
vez, intransferible, como tensión de libertad entre dos, que “compromete al
universo”. El Sartre que desembocará más tarde en ese
legendario prólogo de gelinita y mecha encendida
presentando Los condenados de la tierra del psiquiatra y militante argelino Franz Fanon, es un Sartre insustituible: el de un tiempo descolonizador. Aunque el trayecto hacia esas
páginas había surgido, de manera definitiva, al fin de la segunda guerra
mundial cuando la catástrofe sucedida le permitió a Sartre descifrar el uso nuevo de las palabras destrozadas a pólvora, pero por eso
mismo, para el francés, ya sin resguardos normativos y reutopizadas.
Los cuarenta
En la segunda mitad de los 40’ se
afirmó el Sartre que aquí, en el sur intelectual, se
inscribirá de manera más indeleblemente política: el Jean Paul Sartre político de sí mismo en una singular
composición ¾para
occidente¾ que redibujó la
relación entre izquierda, pensamiento y revolución socialista. Sartre descifró un neo-uso drástico de la literatura, al
advertir que la gran tradición literaria caminaba hacia su muerte definitiva en
aquella geografía de espanto y millones de muertes. Pero también a causa de una
cultura postbélica americanizada donde el consumo de
un nuevo periodismo, el cine de masas de Hollywood y la radio redescubierta por el nazifascismo edificaban, desde el 45, un mundo cotidiano de efectos sobre públicos alterados. Una
marcha inexorable que obligó a Sartre a pensar por
qué, para quién y qué escribir desde una palabra “despoetizada” en el cabal
significado del término.
Palabra instrumento, interesada,
palabra acción propone Sartre, como cortando en dos
la crónica de la escritura europea en pleno duelo bélico y cuando los parisinos
comían casi solamente puerro. Algo similar ¾ siente el francés¾ a lo que hubiese sido escribir públicamente el monólogo
interior de Francia cuando estaba ocupada por Hitler. Sartre no planteó su escritura en relación al
Holocausto, como en esos mismos años pensó Theodor Adorno por ejemplo. Ambos conjeturan, y divergen, sobre los deshechos modernos
de la lengua entre ciudades muertas.
Mientras el teórico de Frankfurt
trabaja sobre un testimonio Auschwitz decapitado por la incapacidad de
testimoniarlo, sobre la imposibilidad de las imágenes que den cuenta, mientras
Adorno piensa una lengua ya imposible que no repita la lengua de la barbarie,
desde esas mismas ruinas narrativas Sartre lee otra
escena ética. Jean Paul Sartre piensa que todo es decible en términos políticos, precisamente porque lo que quedó es
la palabra que no se dijo cuando el mundo estuvo bajo las garras de la
esvástica. Una palabra postergada entonces, como nueva conciencia lúcida de “la
maquinaria” de la muerte (guerras sociales y lingüísticas capitalistas que
reúnen adversarios, enemigos, clases, uniformes). El drama de la situación del
hombre en la historia siempre tiene, para Sartre, al
menos dos actores simbólicos. Un soldado opresor y un partisano antifascista.
Dos hombres armados y una opción, una libertad actuada o no actuada. No una
víctima inaudita y absoluta en el silencio concentracionario,
en la ausencia de todo dios.
Los cincuenta
Desde esa comprensión Sartre le plantea a la izquierda marxista crítica de
principios de los 50’ cuál es el mundo de la post-ocupación militar: no el
filosofado desde la Solución Final irreversible que ponía fin a todo sueño de
la modernidad, es decir, al sueño de la revolución. El francés redibuja en cambio un conflicto, una inteligibilidad, que
encuentra como protagonistas ¾como referentes esenciales¾ al invasor, al ocupante, al
prisionero, al resistente, al colaboracionista, a la tortura, todos ellos para
una época donde “nunca los comunistas fueron tan poderosos”(en
Francia, Italia, el Este) y “nunca la revolución estuvo tan lejana”.
Es interesante pensar cómo esta lectura sartreana del drama contemporáneo, y la índole del
compromiso literario político intelectual que acarreaba (donde escribir era revelar el mundo y proponerlo como tarea), desembocará quince años más
tarde, en 1961, en el prólogo al Fanon de Los condenados de la tierra. La escena
será la misma de aquella de postguerra, ahora
transportada al África. Tal interpretación del estado de cosas culturales acompañó con vigor el último gran tramo de la
cultura de la revolución en el mundo, hasta mediados de los 70’.
Capitalismo, colonialismo, nazismo,
fascismo, stalinismo, gaullismo,
exigían para Sartre el cambio drástico de un yo
comprometido con la transformación histórica. De un “yo” extensivo, de un “yo”
mítico, silvestre, responsable, blanco: podría decirse que este yo
(autor-lector), yo lingüístico, fue la gran construcción predicante de un Sartre crítico de sí mismo, del europeo, del hombre de
izquierda, de nosotros. Esto es: el fin de un yo “enfermo, demasiado enfermo”,
nunca inocente sino “sucio”, hipócrita, cómplice de todas las criminalidades.
“Un rostro odioso: el nuestro”, dice Sartre a fines
de los 50’, poniendo en obra un teatro de la historia donde víctima y verdugo
siempre constituyen una sola imagen, “nuestra imagen” a hacer estallar como las
bombas de los comandos de liberación argelinos: como actos ¾argumentaba Sartre en 1958¾ que “jamás pueden ser asimilados a una practica terrorista”.
Los sesenta
La pregunta irrenunciable de
Adorno en los 60’ sobre “qué, después de Auschwitz”:
sobre cómo poetizar, educar, pensar la protesta y la resistencia después de la Shoah, es importante de comparar, hoy, con el credo sartreano de aquel entonces. Las acusaciones del frankfurteano contra “el fascismo de izquierda” que
percibió en el alumnado berlinés protestatario del
68’, su rechazo a derivar sin más una idea teórica a la praxis callejera, o la
bella estudiante alemana que interrumpió su disertación para mostrarle contestatariamente sus senos al aire, exponen una lectura
ingrata pero lapidaria de Adorno sobre la modernidad civilizatoria,
el siglo XX, sus ideologías, utopías y experiencias. Posiciones adornianas de alta negatividad que hoy, pasadas tres
décadas, parecieran más vigentes que las de un Sartre que con habilidad ¾ para
muchos, oportunismo¾ en ese mismo 68, pero en París, dialogó con Dany Cohn Bendit en un teatro Odeón colmado, para apoyar sin reserva y entre aplausos de los
alumnos esa imprevista nueva izquierda contracultural y anticapitalista que
paralizó a Francia.
Este itinerario sartreano del compromiso de la palabra revolucionaria, toca de lleno a América Latina (en
el caso argentino sobre todo a las vanguardias ligadas al peronismo) con su
prólogo al Fanon de Los condenados de la tierra y la experiencia anticolonial
musulmana. Escritura de Sartre, introductoria al
libro, que permitió la elaboración de la figura de un yo intelectual fundido míticamente con ese otro “yo”, ese sujeto “pueblo en
armas”, por el cual Sartre terminó de aterrizar en el
mundo tercero con una experiencia no clasista leninista, sino populista de
liberación nacional. Fanon es leído y entendido,
entre nos, absolutamente bajo esa clave del preludio sartreano.
En su planteo de la violencia imprescindible que implica el ejercicio colectivo
del combate armado para modificar el lenguaje, la humanidad y el ser histórico
del colonizado. La lucha nacional es una originalidad absoluta, decía Sartre, frente a las teorías universales europeas. Por eso
la tarea del intelectual consistía en pasar de las tutorías mentales
colonialistas y “humanistas” a una nueva lógica extrema, a través de la cual Sartre toca el máximo paradigma de violencia en su
biografía político filosófica leyendo precisamente la situación colonial. Encrucijada donde
“nosotros” ¾ dice ¾ la izquierda bienpensante, es el
colonialismo. En contraste con “el arma del combatiente que es su humanidad.
Matar a un europeo es suprimir a un opresor y un oprimido, quedan un hombre
muerto y un hombre libre”.
Podríamos imaginarnos al viejo Sartre veinte años después de ese 1961, como él lo hacía
con Rousseau: no podría haberlo escrito en otra
circunstancia que aquella. Pero ahí está, su letra en las páginas, en esa
extraña experiencia que adquiere “el pasado” en la historia de las ideas.
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