La frontera
Ricardo Forster
La
frontera está allí, amurallada, de un lado el azul del mediterráneo, del otro
los ocres y verdes de los valles
montañosos del norte marroquí. Una multitud variopinta de seres humanos va en
una y otra dirección, llevando sus pertenencias y sus sueños, sus pesares y sus
deseos; unos en dirección a los agentes aduaneros de los que depende su futuro,
el de sus hijos, su huida de la pobreza; agentes aduaneros vestidos de verde,
serios, duros, intratables que revisan con interminable puntillosidad los papeles de los nuevos inmigrantes o que confirman el de aquellos que
regresan a España después de haber ido a visitar a sus familias a la tierra de
sus ancestros. Del otro lado, la policía marroquí que se afana en cumplir con
su trabajo y que le hace notar al extranjero que desea visitar el país que
entrar en Marruecos es menos arduo y difícil que hacerlo a España, una nación
que parece haber olvidado que hasta no hace mucho tiempo desperdigó a millones
de sus hijos más pobres por el ancho mundo. Finalmente el sello con el visado
abre las puertas de una tierra espléndida, de un territorio cargado de lugares
y nombres prodigiosos, de fantasía: Tetuán, Tánger, Marrakesh,
Casablanca, Fez... las inacabables dunas del Sahara, las callejuelas
laberínticas de las fabulosas medinas, las aldeas blanquísimas colgadas de las
montañas del Rif, los misteriosos bereberes.
Un tiempo antiguo, como un aire venido de otra geografía, asalta a quien se
deja cautivar por ese mundo completamente distinto al que se acaba de dejar.
La frontera es el otro rostro de la
globalización, su alter ego, la verdad de sus promesas, el punto exacto
en el que pasan las mercancías y los flujos de dinero
y se quedan las personas. La frontera es una línea en la que la pobreza y la
oscuridad de la piel constituyen el límite, la marca de la sospecha. Aquello
que la ideología del libre mercado propaga a través de todo el planeta, aquello
que habla de la libertad, de la apertura de fronteras, de la libre circulación
de productos, se cierra brutalmente sobre el cuerpo del extranjero, del
inmigrante ilegal, del desesperado que intenta huir de la miseria y va en pos
de una promesa que encuentra su paredón en esos muros que cierran el paso, en
esas alambradas de púas que recuerdan otro tiempo europeo y que destacan el
otro rostro de la civilización que se autocomplace en
su herencia ilustrada y democrática.
En la frontera se desnudan las promesas,
se muestran en su dura dimensión las limitaciones que el mundo rico le impone a
los habitantes de esas otras regiones del planeta arrojadas a la intemperie y a
la desesperanza. Tal vez, en Ceuta y Melilla, las fronteras de Europa con
África se manifiesten con toda su crudeza las distancias infinitas que separan
a ambos mundos. El sur de España, la tierra andaluza, Almería, otrora desdeñada
y pobre, suelo de sangres mezcladas que todavía lleva en su cuerpo las marcas
de moros y judíos, parece haberse olvidado de su pasado, de los andaluces de
Jaén cantados por Paco Ibañez en los tiempos del
franquismo, de sus dolores y pesares, para asumir su nuevo rol de ricos recién
llegados, de portadores de un prejuicio demasiado reciente y que casi no puede
ocultar el origen común de patrones y trabajadores. Cuanto más alto el muro,
cuanto más cortantes las alambradas, cuanta más vigilancia por mar y tierra,
más evidente la brutalidad de la escisión, el borramiento del origen común, la altanería del nuevo rico.
Europa termina en Ceuta y Melilla, una
cruda verdad que surgió sin represión alguna de aquel empleado de una agencia
de turismo que me previno de aventurarme por mi cuenta en territorio marroquí
diciéndome que del otro lado de la frontera comenzaba el tercer mundo, es
decir, que una vez traspasado el límite todo podía sucederme porque estaría
entrando, sin protección, a un país peligroso. De poco sirvió que le contestase
que yo también venía de un país tercermundista y que los prejuicios y las
violencias habitaban de los dos lados de la frontera. Aquel español que, según
sus propias palabras, hacía más de diez años que no se “aventuraba” del otro
lado de la frontera, negó ser prejuicioso, apenas si quería advertirme,
cuidarme de los infinitos riesgos que existían del otro lado. En ese discurso
se guardaba, también, el núcleo de la intolerancia, del rechazo, de la
negación.
Por supuesto que crucé la frontera y me
dejé llevar por el deseo de conocer aquellas tierras cargadas de leyendas e
historia, surcadas por imágenes de una belleza relampagueante y, claro está, no
me sucedió nada, apenas la nota colorida de la astucia de algún guía que me
llevó por las laberínticas callejuelas de la Medina de Tetuán o de aquel otro
que con una asombrosa espontaneidad logró conducirme hacia la tienda de su
pariente en Tánger. Lo demás fue saborear los aromas del mercado, extasiarme
con la antigüedad de sus casas entramadas las unas sobre las otras, detenerme a
tomar un té de yerbabuena y observar, hasta el
hartazgo, los mil rostros de hombres y mujeres, persiguiendo ojos velados y
desvelados, siluetas desvanecidas detrás de pequeñas puertas. Pensaba, para mí,
en lo que se perdía aquel empleado de agencia, en su pequeñez prejuiciosa.
La frontera es también una oportunidad,
aquella que nace de abrirse al reconocimiento, de dejarse cautivar por lo que
hay del otro lado; pero es también una marca de violencia, el recuerdo
persistente de una diferencia infranqueable, el límite puesto a aquel que desea
recibir algo de lo que sobra a manos llenas de ese otro lado en el que las
palabras de tolerancia y fraternidad se han convertido en símbolos de la
hipocresía y la impudicia. La frontera nos recuerda, siempre, que la injusticia
persiste pero a su vez nos susurra que aquél que no se atreve a franquearla se
está perdiendo lo mejor de la vida. En Europa se levantan muros cada vez más
altos, en Ceuta y Melilla, últimos baluartes de la civilización, esos muros y
alambradas señalan los límites de las promesas portadas por esa misma civilización,
aquellas que hablaban de integración, de equidad, de justicia pero que terminan
construyendo las líneas cada vez más visibles del prejuicio, la marginalización
y el desconocimiento.
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