Las gentes han olvidado que hay entre Domingo y los días comunes una
diferencia ontológica. Domingo no ocurre en el tiempo como el martes. No crece,
envejece ni muere como puede hacerlo, por ejemplo, un dios. Tampoco es
perpetuo. Está hecho de no existencia. Se dirá que todos los días surgen del
lunes, y el lunes de Domingo. Pero Domingo no existe.
El martes y miércoles sí, nadie podría dudarlo.
El origen de Domingo es la no existencia. Origen es aquí el originar como deber su esencia, y como
aquello por medio de lo cual algo es como es, y no otra cosa. Así, la no
existencia es responsable de Domingo. Y a su tiempo el
origen de la no existencia es Domingo, al menos en
todos los casos que he conocido.
Domingo es la nada y la nada es Domingo. Ambos se
corresponden. Pero ninguno podría llegar a ser lo que son sin un tercer
fenómeno que es el barrio porteño. Porteño significa aquí aquello que proviene
del puerto y emplaza una apertura de lejanía y recibimiento. Son porteños
aquellos que miran el horizonte hasta que algo se oculta o devela.
* * *
El barrio porteño abre una espacialidad en
la cual Domingo transcurre. ¿Pero qué es un barrio? Se dirá que Palermo es un
barrio, que es algo obvio. Si interrogamos por la esencia de Palermo podremos
conocer la esencia de un barrio y así llegar, caminando, a Domingo.
El lenguaje ha dado a los porteños en la tradición un número limitado de
barrios. Así se solía decir que Chacarita era un barrio, como también lo era
Villa Crespo. En sus límites demarcaban a Palermo. En la actualidad las cosas
han cambiado. Palermo se ha extendido a toda la espacialidad urbana perdiendo así los límites que abrigaban su esencia.
De este modo y no de otro Chacarita es Palermo Dead,
y Villa Crespo Palermo Brooklin. El Abasto ha perdido
su nombre y se lo señala como Palermo Cuzco. Y así las gentes hablan de Las
Cañitas, antaño abierto a las caballerizas, como Palermo Visa. El tradicional
barrio de Belgrano siempre se ha distinguido entre los porteños, y en la
actualidad se lo nombra como It´s not Palermo. Los márgenes de Palermo se extinguen en el Gran Buenos Aires, y a Quilmes se lo ha nominado como Palermo Beer.
Hacia el norte y el sur, el este y el oeste Palermo extiende su sombra y
objetos de diseño y decoración. Irradia la gran vidriera y la buena onda desde
su centro neurálgico, la placita Cortázar, donde un padre hamaca a su hijo sin
saber que con ese movimiento de vaivén da vida al corazón de un pobre universo.
Palermo está presente como
constante en el espacio porteño. Constante es aquí aquello que aparece sin que
se lo llame y no se marcha aunque sea de noche. Palermo decora las casas y
dispone los perfumes del ambiente, ilumina los livings,
y excita los sentidos de las familias. Palermo no es porteño. No emplaza una
lejanía ni se funda en un horizonte. Es siempre presencia. Llegará así el día
en que nunca esté nublado Palermo, ni reconozca al sol.
* * *
¿Pero cuál es el centro porteño? Si meditamos sobre el centro porteño
podremos alcanzar la esencia del barrio y con esta la esencia de Domingo. La placita Cortázar y su arenero, con el niño hamacándose
son el centro de Palermo. La esencia de Palermo es el vaivén, ahora a punto de
alcanzar el cielo, ahora el infierno, en una rayuela sin final. Pero este no es
el centro porteño. El lenguaje alberga la esencia a la que queremos llegar
caminando, y caminar hasta salir de Palermo es la devoción del porteño.
La palabra centro proviene del griego kéntron. En el
mundo griego kéntron significaba propiamente aquello que
aguijonea y desde lo cual se traza una circunferencia. Aquello que aguijonea
dice aquí el aguijón. El aguijón es aquello que tiene, por ejemplo, un
escorpión. No está ubicado en su centro sino en el extremo de lo que vendría a
ser su cola. Arribamos a la conclusión de que el centro está en el extremo sólo
si miramos al escorpión reposar o comer. Cuando un escorpión macho quiere
aparear a un escorpión hembra fija su aguijón en un punto de la arena y
comienza a dar vueltas en tornó a él trazando una circunferencia, que será a su
vez el lecho de apareamiento. Así vemos que en el preludio del amor el aguijón
es el centro. Lo es también en el sacrificio del escorpión, cuando se clava en
la carne y fija una aureola roja en su torno. Y cuando el grito del picado se
extiende en un radio que será a su vez la nube de su inmenso dolor.
En el mundo griego el kéntron no era constante sino que
se donaba una vez aquí y otra allí. Sólo tardíamente Occidente fijaría los
centros de modo constante y sin temporalidad. En el alba griega un hombre
rondaba la Academia despertando a los filósofos. Lo llamaron Kéntron. Eugenio
De Paz, en su Historia marginal de la
filosofía griega, lo sitúa en la tradición de los cínicos y sostiene que su
nombre se debió a su costumbre de aguijonear como un tábano los sueños de
Platón. Esto es lejano a la verdad. Kéntron fue llamado así por su costumbre de danzar ante las
mujeres en forma de círculo y manteniendo fijo un talón atrás. Imitaba así
tanto la danza del escorpión como el movimiento de un compás. Tal actitud
despertaba el cariño de las mujeres en gran número. De a diez o más. Nuevamente
encontramos aquí que el centro irradia, contagia fuerza, hacia la
circunferencia. En el ocaso de su vida Kéntron cambió su danza de seducción por el silbido de los
pájaros. La vida de Kéntron devela que en sentido griego el centro es mímesis de
la naturaleza. El escorpión y el pájaro una vez aquí y otra allí, dilatando
calores corporales.
* * *
Empero si el mundo griego dice aquí que el centro era en devenir y
emplazaba una aureola en su derredor, es decir, fijaba aquello que los latinos
llamarían una circumferentia, ¿cuál será entonces el centro porteño?
Si se dice que el Cid Campeador se eleva punzando el cielo y alzado sobre un
corcel que clava los pies en la tierra, marcando una vez el tránsito de los
mortales y atrayendo la vista de los divinos que miran a través de la luneta de
los automóviles, si alguien lo dice estará en lo cierto. Más no aún en lo
verdadero. El Cid es el centro geográfico de la ciudad, pero no dice la esencia
porteña. Avenida San Martín y Gaona es kéntron según la
concepción geográfica del espacio. Asimismo el Microcentro es núcleo de la ciudad según la concepción instrumental, pues irradia
servicios, finanzas y espectáculos; más no lo es desde nuestra concepción
fenomenológica. El mundo antiguo salvaguardaba el centro en la mímesis de la naturaleza, el mundo moderno ha fijado el
centro en los mercados. ¿Cuál es entonces el mercado que fija una
circunferencia y da vida al antibarrio de Palermo?
¿Cuál es el aguijón que punza el espíritu extendido de Palermo amenazándolo y salvándolo
a la vez? El Once.
Palermo se extiende por toda la espacialidad nublando el horizonte del porteño. El Once lo
abastece. Abastece dice aquí el producir e importar objetos con la finalidad de
ser vendidos al pseudosnob. Pseudosnob es en su plenitud aquel que camina por Palermo. En el corazón de Palermo el
pingüino de cerámica blanca yace en el estante de vidrio junto al muñeco
colgante de Elvis Presley.
Tiene la vista fija en un sillón individual forrado en puro cuero de vaca.
Entre el pingüino y la vaca se espacia un terruño pampeano y la tenue
melancolía de una Patagonia hecha de hielo celeste y
sol. Entre ellos yace la flacucha vendedora, obvio. Conversa entre monosílabos
y risitas con un muchacho pelirrojo, obvio. Cada uno tiene medio corazón cortado
por la misma tijera roja, que está también en venta. El pingüino, el sillón
forrado de vaca, los termos de color metalizado, y los dos corazones rotos se
han comprado en Once. Palermo sólo agrega el diseño. Diseño significa aquí
aquello que otorga una seña. La seña de que el objeto pertenece ahora a
Palermo. Palermo es aquello que está en venta como Palermo.
* * *
¿Pero cómo hemos de salir de Palermo? Caminando por Once en Domingo.
Aquel que pasea por Sarmiento y Larrea en Domingo se abre junto a las calles a
la donación del Ser. Domingo se dona en su plenitud en esas calles llenas de
nada. El Once es en las cosas que ofrece los días comunes. Las telas brillantes
incineradas por el sol, las dieciséis agujas de acero ordenadas en la caja
junto al dedal, los guantes de obra en las manos con uñas de carey de la
vendedora soltera, el llanto mal
disimulado de los maniquíes envueltos en guardapolvos de escolares o de
mucamas, el aliento dolorido de la coreana frente al hijo que faltó al colegio,
y su marido peleando a gritos un precio con el proveedor. En Domingo esos entes se ocultan tras las vidrieras y florecen en ningún lugar. Florecen
en tanto son hidratados por el agua roñosa de las calles, que proviene de las
cañerías y las terrazas disecadas. Y el espíritu de Dios aletea al ras del
suelo.
En una vidriera sobre la calle Larrea hay un muñeco
que supo tener bisoñé alguna vez. El bisoñé, antaño peinado prolijamente en el
mediodía de Domingo, ahora yace junto a un pijama en
una cama desecha, como un calzón de raso. Si meditamos sobre aquello que nos
dice bisoñé alcanzaremos la esencia
de Domingo. Bisoñé ha significado para los franceses necesidad o media peluca. Los
necesitados, los besogneux,
eran aquellos que no podían comprar una peluca entera. Es propio de la época
moderna el suponer que el bisoñé debe tapar la calvicie, más no lo era en la
antigüedad. Los hombres antiguos usaban peluca como medio de aproximación al
Señor. El Señor era aquel que llevaba corona como seña de su cercanía al cielo.
El Besogneux estaba entre los menesterosos y los señores, en ningún lugar. El hombre con
bisoñé paseaba bajo el sol de Domingo, errante, dando
saltos entre el palacio y la aldea. Los saltitos de alegría del besogneux muestran la necesidad de estar entre el cielo
y la tierra, una vez próximo a Dios y otra al dinero. Entre el dinero de las
vidrieras y el agua de Dios están las veredas del Once en Domingo. Quien camina
por Larrea y Sarmiento es un besogneux, un caminante de ningún lugar.
Domingo es necesidad. Necesita al caminante perdido
que marca el pulso que llena a Domingo de un eco de
los días que vendrán. Domingo necesita que le regales un recuerdo de lo que
alguna vez fue. Mucho antes del Bing Bang. Una oración quizá.
Dos siglos atrás el sonar de las campanas que
llamaban a misa se extinguía en los bordes mismos del universo en Domingo. Y ahora, en el silencio de su tarde secular, se
escucha el lejano lagrimear de Venus, y puede oírse el dolor de dientes del
viejo Saturno. Domingo se pierde en la tierra entre el suelo y las terrazas.
Domingo ovilla pelos en los rincones de las casas y
los abandona como fallidas artesanías. Sulfata las pilas de los automóviles
encontrados. Domingo desatiende las plegarias de las viudas, y encarna en una
radio portátil o en la televisión de fondo. Domingo no es triste ni es feliz,
es un alma que no existe y quiere existir.
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