Uno siempre
se imagina el espacio como algo visual, y en eso se equivoca. Geografía,
vectores de física, mapas portulanos, planos de arquitectos, maquetas y
bocetos, teorías de conjunto y relatividad, itinerarios de tren, el espacio
siempre es pensado en imágenes. La nuestra es una cultura de ojos fuertes. No se
tolera un pensamiento auditivo del espacio, por no decir olfativo. Pero Javier tenía
una relación táctil con el mundo, y su mundo era Palermo. Palermo para él era
una textura, una temperatura precisa, una suavidad, un relieve. Por eso podía
encontrar a Palermo en un tejido del norte, muy lejos de su sede geográfica. Y
las velas de colores que vendían en una santería del centro eran para él de
Palermo, por su pálida y opaca frialdad. Una vez encontró a Palermo en el
bolsillo de su propio pantalón suavizado. Y otra vez en la mejilla tibia con
brillantina de una niña de veintitrés, en Retiro. En cualquier puñado de tierra
húmeda siempre sentía a Palermo, por el arrollo Maldonado, decía, las tierras
turbias de cualquier lugar del mundo son de Palermo.
Javier percibía a Palermo mediante el
tacto. Pero eso no lo sustraía de una percepción moral. Lo cálido era mejor que lo caliente o
lo frío. Por eso, decía, los muchachos de Palermo preferían siempre una chica
cálida a una chica caliente. Lo arrugado era tan malo como lo puramente liso.
Un rostro con arrugas era malo, pero peor era uno operado, por artificial. Un
apretón de manos demasiado fuerte era amenazante, y uno demasiado débil ladino;
en Palermo lo mejor era un cálido abrazo. Tener un asunto muy grueso en las
manos podía ser grasa, y un asunto muy fino
sofisticado; por eso era más bueno tener un asunto frívolo. Frente a lo macizo
era mejor lo flexible, y dentro de lo flexible siempre era preferible la
resina. Para el tacto sensible de Javier todo se daba en una serie de
jerarquías.
¿De dónde provenían estos valores morales?
Javier no lo sabía bien. Era una cuestión de sensibilidad. ¿Por qué un rostro
joven era más agradable al tacto que un rostro viejo? Él sospechaba que sus
valores táctiles se habían cocido al calor de la
década del sesenta. Había nacido una década después, pero era posible que sus
padres le hubieran transmitido esos valores. En la década del sesenta sus
padres eran jóvenes, suaves, tibios, naturales, flexibles, cálidos, desinhibidos,
irreverentes y guardianes de la ley social, ni reyes ni esclavos sino ciudadanos singulares como todos, y
psicoanalizados. Javier probablemente había tomado de ellos su gusto por la
leve rugosidad y su desprecio por lo escarpado. La aceptación de lo húmedo y lo
seco, y el rechazo de lo viscoso. La sensibilidad con lo artesanal, y el
cinismo con lo industrial. El mundo de Javier combinaba en una extravagante
aleación la buena conciencia con el desparpajo. Sí, era hijo de esa corrosiva década.
Sus padres habían cambiado el viejo tango por el rock and roll, la religión por el psicoanálisis, el amor para
toda la vida por el divorcio, la virginidad hasta las nupcias por el sexo
libre. Pero Javier nunca había tenido qué cambiar. Había nacido con el álbum
lleno y era muy difícil rebelarse a la libertad.
Lo más sorprendente es que para Javier,
Palermo llegaba siempre hasta donde estaba él. El límite de Palermo no era
Colegiales o Villa Crespo, sino él mismo. El barrio no podía tener límites
abstractos como coordenadas urbanas, o visuales como calles y avenidas. El
límite de Palermo estaba exactamente en lo que él tocaba. Las fronteras de un
barrio suelen estar demarcadas por mojones numéricos o líneas imaginarias.
Javier no podía pensar así. Él mismo era el límite.
Además, dada su estricta moral táctil no
se permitía tocar nada que no fuera de Palermo, de su propio mundo. Cuando por
equívoco tocaba algo que no condescendía con el estilo de Palermo, entonces
cambiaba el estilo de Palermo hasta acomodarlo moralmente. Todo lo que tocaba
Javier se transformaba en Palermo. Las bolas relajantes y sonoras compradas en
el mercado chino eran, tocadas por Javier, de Palermo. Los yuyos ferroviarios
transplantados por él se vendían en un vivero de la calle Gorriti. Una vaca
entera tocada por Javier transmutaba en sillón de cuero y su leche sólo cortaba
cafés. Y a partir del día en que cocinando se rascó la cabeza con un batidor de
alambre todos en Palermo usaron batidores para rascarse la cabeza y relajarse. Por
esta razón Palermo llegaba siempre hasta la piel de Javier. Terminaba en su
tacto. Palermo más allá no iba. Si Javier sentía el pasto húmedo de los bosques
de Palermo, Palermo llegaba exactamente hasta ahí. Pero si a la tarde se
acomodaba en las butacas del Malba, Palermo se corría.
Si Javier se masturbaba en un cine de Lavalle, bueno,
ese era el límite de Palermo. Aquel día en que se perdió en un tren suburbano y
terminó cazando sapitos desde el borde de un zanjón Palermo sufrió, pues
Palermo siempre llegaba hasta él de un modo sensible. Si Javier extendía la
mano derecha hacia un costado podía palpar la frontera de Palermo, si la extendía
adelante encontraba el límite de la tolerancia.
Y así vivió varios años, caminando,
bailando y percibiendo texturas de Palermo. Hasta que se palpó el corazón y lo
sintió pequeño, negro y arrugado como un carozo de aceituna. La moral de la
libertad y la experimentación consigo mismo lo habían secado y encogido. Un
carozo de aceituna fritito. Su alma reducida al tamaño de un diente podrido por
el que el ratón Pérez no pagaría ni una moneda del bucanero. La moral de la
libre expresión de todo fundida con la voluntad de probarlo todo había resecado
arterias, venas y pulmones. Entonces Javier quiso cambiar su arrugado corazón
por el corazón radiante de un bebé sin estrenar. Para empezar de cero. Y hacer,
en lo posible, una rápida fortuna afectiva.
Es domingo y Palermo bulle. Hay plena
felicidad en las calles atestadas de libertad. Las parejas caminan el delgado
equilibrio entre el abismo de la entrega y la distancia del cinismo. Logran un balance
que promete placidez por largo rato. Varios pasean con sus niños y sienten que
el sol brilla para ellos, para los tres. Los hermanos mayores cuidan a los
pequeños bajo la mirada de las palomas. Una mesera suspira esperando a su
cliente más amado. Y el policía recorta su figura contra los retratos al óleo
de John Lennon y el Che
Guevara, con los que parece combinar. Son las cuatro de la tarde y el sol
adormece un poco los duendes en los paños de los artesanos. Pasean modernos, hippies, mayores, jóvenes, lúmpenes,
productores y diseñadores, y hay una universal armonía. Nadie cambiaría esa
tarde por todo el oro del mundo. Entre la gente camina Javier, agita en su
interior una pasión violenta. Nadie repara en él. Camina hacia la avenida Santa
Fe. Descalzo, por primera vez siente el granulado del asfalto de la calle Borges.
Granos de piedra tibios entre la brea caliente. Sube a la vereda. Corre hacia
Santa Fe. Se palpa el corazón y siente que se estrecha un poco más. Ahora tiene
el tamaño de una pasa de uva. Si lo viese un gorrión lo devoraría de un bocado.
Late tan rápido que no se siente, como el motor de un reloj digital. Cree que su
corazón podría hincharse si lograra tocar algo ajeno a Palermo, pero no lo
consigue. Todo es tan Palermo…
Es domingo y los bosques están repletos de
bienpensantes. Gente con zink, omega 3 y colesterol
bueno cargado en sus venas. Debajo de uno de los puentes del Paseo de
la Infanta
hay un bulto humano
envuelto en frazadas. Javier llega y desenvuelve a la vieja encogida como un
huevo, y se acuesta junto a ella. Su corazón sigue igual. Primero nota que ella
no tiene corpiño. Las tetas de la vieja se deshacen
entre las manos de Javier, que cree sentir algo diferente. Tampoco tiene
bombacha. Hay algodón acartonado entre la concha y el culo. Un algodón duro y
quebradizo como el órgano de un cuerpo muerto hace tiempo. Lo arranca de un
tirón y mete los dedos en la cueva. La vieja no se mueve, lo mira con ojos
acuosos. La vulva es viscosa, extremadamente pegajosa, y los pelos del pubis
lisos y suaves, casi inexistentes. Javier sigue buscando el exterior de
Palermo. Aquello que Palermo no tolera. Supone que de ese modo se podrá hinchar
su corazón. Muerde los pezones. Y de pronto recuerda haber leído algo parecido.
En Rayuela, de Cortázar, Horacio
cogía con una linyera en París. Cortázar, como la
placita. El sexo de la clochard empieza a parecerle tan Palermo. Escupe
un carozo negro.
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