La subjetividad en desgaste
Gregorio Kaminsky
Existen palabras cuyo uso continuado invitan a ser arrojadas
al vocabulario en desuso, y existen otras que se ofrecen como relevo y que
funcionan como refresco, frescura que concierne a lo que vagamente sugieren y
adonde indiciariamente remiten.
Dentro de la especificidad terminológica del campo
(¿restrictivo?) de las ideas, algo parecido sucede con los conceptos. En estos
asuntos, los tránsitos no son sencillos ni amables, las resistencias de la
ortodoxia de la palabra (del diccionario a la lingüística) son agresivas, y los
dogmatismos conceptuales constituyen el desprecio, la puesta en marcha de la
maquinaria del descrédito.
Un ejemplo de rechazo a los buenos aires en el pensamiento
parece el caso de la idea de singularidad ante las insistencias del “yo”
desgastado. ¿Cómo es posible que, impreciso como es, el atrevimiento de lo
singular se ofrezca como oxígeno de la noble ‘persona’, el hidalgo ‘individuo’
y, la puesta en desuso conceptual no reciclable de la ‘subjetividad’? Las
insistencias del “ego” se apoyan en un por demás desgastado argumento: que la
dimensión de lo subjetivo goza de lozanía en el entendido de que nada se
desgasta en la vida de las ideas. Como si existieran lozanías perennes, se
deniega el desgaste mediante el auxilio del platonismo al que, por otra parte,
repudian. Historicistas de las perennidades lozanas, caen en el ridículo de
tener registros cognoscitivos en los que el tiempo (historia) y sus usos
(prácticas) presuntamente no las atraviesan.
Es cierto que las bibliotecas tienen cierto rostro de
inmortalidad, pero en el libro no se trata del individuo o sujeto autor, sino
de la singularidad del escritor, siempre co-autor de la escritura. Y también
hay textos en los que yacen significantes sobreutilizados, términos hipotecados
en otros términos, palabras gastadas por desuso, yacimientos verbales agotados.
Lenguajes sin desagote que remiten al acabamiento de la (idea de)
“subjetividad” que supo ser el refresco para el “yo, la persona”.
Es verdad que ni desuso ni desgaste son sinónimos de
decrepitud, pero su constatación constituye una evidencia dolorosa, y su
activación el sufrido registro de lo histórico en el pensamiento. En los
territorios intelectuales, desuso y desgaste no son tributarios necesarios del
envejecimiento.
Por otra parte, es inevitable que la idea refrescante
mantenga un primer tiempo de permanente remisión a lo ya sido, un
aliento de negatividad en el que, si es consecuente consigo misma, germinarán
los sabores de su frescura. El problema se suscita cuando lo negativo es
regodeado por la palabra “crítica”, y vertido a los dejos del pasado, retenido
incluso a lo pretérito como tal, que se agota en lo hereditario. En la eficacia
de los conceptos es tan difícil conciliar ‘subjetividad’ con ‘singularidad’
como ‘tradición’ con ‘dialéctica’.
Sin embargo, al mismo tiempo que se paladea el sabor amargo
de la pura causalidad, o la primacía evolutiva del antecedente, también se
comprueba la vitalidad nutritiva de esas teorías denominadas de largo aliento o
larga duración.
Veamos, entonces, el acontecimiento de la ‘singularidad’
como producto conceptual sustituto de ‘individuo’, enriquecedor –si se lo
permiten- de la ‘subjetividad’. Singularidad de/subjetiva que no opera como
consagración de lo simbólico o la inflación de lo imaginario, ni como
representación de lo Uno por la exaltación del voto de muchos.
La singularidad productiva lleva el nombre de
‘multiplicidad’, en gran medida se trata de un legado nietzscheano renovable
pero, bien lo saben parisinos y porteños, no descartable. Multiplicidad que
(se) consiste en la consigna demoledora de la estatuaria de lo individual y su
razón, un derrumbe que asimismo infunde, transmite un espíritu constructor, la
incisión del grito con la serenidad del susurro.
El acto singular puede ser un evento solitario que en nada
es individual, esa monumental palabra desgastada. La singularidad refresca
porque no reside en la desolada (di)versificación del ‘yo’ que se puede juntar
con ‘otro’ en la esquina de lo ‘bastante’, transitar por el barrio de los
‘muchos’, e imaginar la ciudad de lo ‘heterogéneo” en el continente de una
‘masiva unificación de lo variado’. En los actos del sí mismo (Selbst), la
deriva de fuerzas tan sólo por momentos puede decir “yo”. Por ejemplo, cuando
asiste al consultorio pero no cuando va al baño.
La demolición de pedestales conlleva la perforación de los
ideales de erección, de la pedantería revestida, revocada de sexualidad, del
bastardismo psi llamado (¿otra vez?) subjetividad, del socavón esencial
que se cree dueño de sí, de la sujeción de lo ajeno bajo el nombre (de lo)
propio, y de la tenencia de lo tuyo bajo el derecho de propiedad de lo mío, del
mundo alucinado del individuo contenido en los límites de la facticidad, tristezas
del yo centenario y final.
Con alegría o dolor, escribir es
manipular singularidad, abandonar la centralidad, convertirse casi en un lugar
vacío, atravesado por otras voces que entran y salen aunque no se sepa bien
adonde ni por donde. Todo texto se escribe en co-autoría; escribir significa
dejar toda propiedad de sí, y que otros hablen nuestras palabras. Una población
es un cuerpo en/con otros cuerpos, desalojo del narcisista, ese estado acabado
del yo. La neurosis subjetiva no es más que el mundo del individuo en un
corralito, precisamente quien no quiere dejar de ser el centro y por ello no
escribe, pero es escrito bajo interpretación. O si lo hace es a disgusto del
otro porque debe dejar de ser centro de lo que debe ser atendido, mirado, escuchado,
cuidado. Salir del narcisismo no parece buen negocio, tal vez su devenir pueda
admitir que nunca es él quien escribe, que él es sólo pasaje, que no es de mal
gusto desgastar al edípico y devenir un medium, cruce, coro, amistad con otras
voces. Acre pequeñez de la subjetividad, yo enhiesto con zancos de autoayuda, dureza
del ego agobiado por los detectives de la castración.
Devenir
singularidad ante la (in)significante mitología del solista, aunque sin embargo
la vida prefiere la polifonía. La desmesura tonal es la métrica de la singularidad, anarquía
deconstruida en musicalidad, sabiduría del ritmo y experiencias de nomadismo
sonoro, expansión intensiva que circula pero no se eleva, una insubordinación
al despotismo de lo tonal idéntico.
Existe entonación, sobriedad presunta de la
persona amada y embriaguez indudable del personaje amante. Es cierto,
¿quién lo ignora?, que el amante es un embriagado por su amor, mientras que el
amado es quien, para él, se mantiene sobrio. Pero esto no significa que se trate
de vidas abstemias y no entonadas, ni de existencias armónicas no (sin)copadas.
Amado-amante constituyen una singularidad de seres a (la) mano, entre ellos
existe también la necesidad de mantener acoplamientos a distancia.
Ni distanciados ni desentonados sino un estar distantes,
prolíficos actos desapegantes hacia quien nos prodigamos, devenimos. Para
que no se transforme, dice el continente Nietzsche, “en un bello dibujo que
tocamos cada día, en un papel ajado y sin figura”.
La singularidad, múltiple o austera, desbordante o escasa,
nómade o sedentaria tiene el rostro, el cuerpo de la amistad que (se) compone,
que comparte hasta la risa, que ahuyenta el miedo que dan las figuras cerradas,
que se refuerzan ante la clausura de lo sabido, esponsales de gran amistad
filosófica, como enormes amores incestuosos, dementes, delirantes,
desbordantes, locas pasiones de seres que son lo mismo uno que otro, mismidades
de quienes (se) ofrecen amistad temporaria: que se encuentran y pasan un día o
una temporada, toman distancia y se despegan, se propagan entre el ser de lo
amigable.
Sólo retorna lo que es distante, incluso extremo o excesivo,
lo que pasa y se hace otro, que no teme al despotismo idéntico de lo idéntico,
incluso el travestido en desgastada subjetividad.
Acelera el paso el transporte deleuziano: “Devenir uno mismo
imperceptible, haber deshecho el amor para devenir capaz de amar. Haber
deshecho el propio yo para estar por fin solo, y encontrar al verdadero doble
en el extremo de la línea. Pasajero clandestino de un viaje inmóvil. Devenir
como todo el mundo, pero precisamente ese sólo es un devenir para aquel que
sabe no ser nadie, ya no ser nadie”.
El retorno es el acto de metamorfosis, los esponsales que
bordean la experiencia de los límites, la nobleza de la energía capaz de
dejarse ser, para transformarse y seguir, continuar existiendo. Grandes
pobladores ínfimos de instantes plenos de encuentro, mínimos aunque absolutos,
al modo de múltiples naves en el mar, existencias devinientes que celebran su fiesta
conjunta, sabiendo que están siempre listas para partir. De
los lugares de tránsito, con un poco de suerte nos queda el nombre.
No toda reunión es de lo amigable, ni todo encuentro es
singularidad, siempre merodea el mundo identitario de la recuperación yoica. El
foro comunal nietzscheano por fin admite que “....nos disimulamos a nosotros
mismos, nos fingimos, nos provocamos miedo, nos dividimos en partidos, nos
representamos escenas de tribunal, nos atacamos, nos torturamos, nos
glorificamos, hacemos de unas tendencias nuestro dios, de otras nuestro diablo,
somos respecto a nosotros mismos tan sinceros y tan bribones que acostumbramos
a serlo en sociedad”.
La voluntad de poder despegar supone un conjunto de fuerzas
que se disgregan y se unen temporariamente, que elaboran recónditas armonías en
las que ningún punto cierra las figuras de la construcción de los encuentros y
los afectos.
Embriagados de vida, aún en la misma enfermedad existe voluntad efectiva, metamorfosis, cambio, su topos no tiene ningún
preciso lugar, los amigos han de hacer cruces de puntos interferenciales.
Alturas y planicies, un recorrido de dos por las mil
mesetas: “Félix trata la escritura como un flujo esquizofrénico que arrastra
todo tipo de cosas. Esto es algo que me interesa especialmente: que la página
tenga fugas por todos lados sin dejar de estar, por otra parte, cerrada sobre
sí coma un huevo. Además, en un libro hay siempre muchas retenciones,
resonancias, precipitaciones y larvas. Llegamos a escribir realmente entre los
dos... ”.
Encuentro de los amigos, algo pasa entre ellos; conjunción
temporaria de fuerzas en las que el pasaje, la unión posible consiste en el
reconocimiento de su constante ruptura, por las figuras de la clausura y cierre
del yo. Sin embargo no hay, no puede haber clausura o cierre cuando el autor
pasa, se (en)tiende, es (a)tendido por puentes otras veces transitados,
atravesados de escritura.
Escritura también en la ausencia de escritor,
escribir es la retirada de la identidad en posición de autor, para adentrarse
en los puntos intensivos donde todo resuena, todo propaga, ausentarse, dar la
palabra no bajo una tienda de pasados ya escritos para nuevamente escribir,
sino salir de la escritura misma y diseminar la multiplicidad que, ahora sin
temores, repite y retorna. El sentido no puede ser clausura sino pura
reapertura, aquello de lo que no se puede dejar de hablar y que se repite y
retorna con insistencia.
El mundo de la individuación fragmentada, las órbitas de
representación están enfrascadas en la dimensión empírica de la proposición. El
imperio del yo teme caer lejos de sí mismo, provocado a no gozar del misterio
del lenguaje propio, y emancipado de las falsas promesas retóricas.
Dejar la palabra sin abandonarla, saber dejar la escritura,
dejarla hablar en un modo andante. Singularidad, diseminar una poblada soledad,
andar entre los otros, ser y no ser nadie, como todo el mundo.
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